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Un libro Una hora, dirigido por Antonio Martínez Asensio. Bienvenidos una semana más a un libro. Una hora. Hoy vamos a contarles a Silbes de Allan Maxwell Auyama, que Juan es un novelista británico nacido en 1948. Forma parte de una generación excepcional de escritores con Julian Barnes, con Graham Swift, con Martin Amis, entre otros. El Times lo puso en la lista de los mejores escritores británicos desde 1945. Es el autor de Niños en el tiempo de amor perdurable de la extraordinaria expiación de sábado o de la Ley del Menor.

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Entre otras. Lean auyama que Wand de verdad se silvita. Es una novela precisa, dolorosa, inquietante y de una lucidez extraordinaria. Nos habla de la sexualidad y en algunos casos es muy explícita de la libertad de la juventud, de la importancia de la educación de nuestro medio, de la represión. Pero también nos habla del amor, de la indulgencia, de los errores cometidos, de la memoria. Vamos allá.

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Eran jóvenes instruidos y vírgenes aquella noche de su boda y vivían en un tiempo en que la conversación sobre dificultades sexuales era claramente imposible. Pero nunca es fácil.

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Acaban de sentarse a cenar en una sala diminuta en el primer piso de una posada georgiana. En la habitación contigua, visible a través de la puerta abierta, hay una cama de cuatro columnas bastante estrecha, cuyo cobertor es de un blanco inmaculado y de una tersura asombrosa. Edwar no lo ha dicho, pero nunca ha estado en un hotel. Florence es ya una veterana. Superficialmente, están muy animados, su boda en San Méri Oxford ha salido bien. La ceremonia ha sido decorosa, la recepción alegre y la despedida de los amigos del colegio y la facultad reconfortante.

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Estaban, por tanto, cenando en sus habitaciones, delante de las puertas, ventanas entornada que daban a un balcón y una vista de un trozo del canal de la Mancha y Chesire Beach con sus guijarros infinitos. Dos jóvenes con smoking le servían de un carrito estacionado afuera en el pasillo y sus idas y venidas, por lo que en general se conocía como la suite de la luna de miel. Hacían crujir cómicamente en el silencio los suelos de roble encerados.

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La comida formal comienza con una rodaja de melón decorada con una sola cereza glaseada. Luego vendrán las lonchas de buey asado y la verdura demasiado cocida con vino francés. Florence y Edward contemplan un vasto césped pulgoso y más allá, un talud que desciende hasta un camino que lleva a la playa. Tienen pensado ponerse un calzado resistente después de la cena y recorrer los guijarros entre el mar y la laguna. Y si no han terminado el vino, se lo llevarán para beber de la botella a tragos como vagabundos.

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Tienen muchos otros planes. Dónde y cómo vivirán? Quiénes serán sus amigos íntimos? El trabajo de Edwar en la empresa del padre de Florence.

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La carrera musical de Florence. Lo distintos que serán de otras personas. Quieren liberarse de la juventud. A los dos por separado les preocupaba el momento, algún momento después de la cena, en que su nueva madurez sería puesta a prueba, en que ya serían juntos en la cama de cuatro columnas y se revelarían plenamente al otro durante más de un año. Edwar había estado fascinado por la perspectiva de que la noche de una fecha determinada de julio, la parte más sensible de sí mismo ocuparía, aunque fuese brevemente, una cavidad natural formada dentro de aquella mujer alegre, bonita y extraordinariamente inteligente.

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Le inquietaba el modo de realizarlo sin absurdidad ni decepción. Su inquietud específica, fundada en una experiencia infortunada, era la de sobre excitarse, algo que había oído denominar a alguien llegar demasiado pronto. La cuestión estaba siempre en su pensamiento. Pero si bien el miedo al fracaso era grande, mayor era su ansia de éxtasis, de consumación. A Florence le preocupa algo que apenas es capaz de formularse. Ella misma experimenta un temor visceral, una repulsión invencible. Cada vez que sus pensamientos se centran en eso, el estómago se contraía secamente y siente náuseas.

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En el fondo, la ronda. Hay una palabra que sólo le sugiere dolor. Carne abierta por un cuchillo. Penetración. La idea de que alguien la toque ahí abajo, aunque sea alguien querido, es tan repugnante como una intervención quirúrgica en un ojo. Todo su ser se rebela contra una perspectiva de enredo y carne. Piensa que Edward es un joven original, distinto a todas las personas que ella ha conocido. La hace sentirse envuelta en una amistosa nube de amor.

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A los veintidós años no duda de que quiere pasar el resto de su vida con él. Pero el sexo con Edward sólo es el precio que hay que pagar, como señala el propio autor.

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El poeta Philip Larkin dijo que en Gran Bretaña el sexo fue inventado en 1963 y algo de razón tenía hasta entonces. Muchas parejas jóvenes se casaban sin saber nada del asunto y eso sin duda, era un peligro para la salud de sus relaciones. En todo caso, el miedo la primera vez no ha cambiado demasiado. Nos engañamos y pensamos que los adolescentes de hoy llegan al sexo sabiéndolo todo y relajados. Hay una distancia tremenda entre lo que aprendemos del sexo a través de las películas, o las revistas, o la televisión, o lo que nos cuentan los amigos y lo que realmente sucede cuando nos metemos en la cama por primera vez.

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Creo que muchos coincidirán conmigo en que no es tan fantástico como te quieren hacer creer antes de que lo pruebes.

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Y ella amaba a Edwar, no con la pasión caliente y húmeda sobre la que había leído, sino cÃlida profundamente. A veces como una hija y a veces casi maternalmente, amaba acurrucarse y que le rodeara los hombros con su brazo enorme y que la besara, aunque le asqueaba que Edward le metiera la lengua en la boca y sin decir palabra lo había dejado claro. Y sabe que debería haber hablado mucho antes, pero ni siquiera se le ocurre con quien. Su hermana es demasiado joven y su madre demasiado intelectual y quebradiza.

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Una literata anticuada. Florence tiene algunas amigas en el colegio y en el conservatorio a las que les encantan las intimidades, así que no puede confiarles un secreto. Edward le ofrece a Florence la cereza glaseada pícaramente. Ella la succiona de los dedos de Edward y le sostiene la mirada mientras la mastica, dejándole ver la lengua, consciente de que al coquetear con él de aquel modo se lo está poniendo más difícil a si misma. Pero piensa que ojalá comer una cereza pegajosa sea lo único que haya que hacer.

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La pareja se quedó un momento a solas, aunque oían las cucharas que rascaban los platos y a los mozos hablando junto a la puerta abierta. Edward puso la mano sobre la de Florence y dijo en un susurro por centésima vez aquel día. Te quiero. Y ella le dijo a él lo mismo, y lo dijo de verdad.

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Edwar se ha licenciado en Historia en el University College de Londres, aunque trabaja en la empresa del padre de Florencia. Nunca le ha interesado la música clásica, pero ya empieza a reconocer algunas piezas. Cuando Florence practica en casa sus escalas y arpegios, lleva una cinta en el pelo, un rasgo enternecedor que le hace soñar con la hija que quizá tenga algún día. Florence toca de una forma sinuosa y precisa cuando está delante del atril, en la sala de ensayos de Londres o en su habitación de Oxford, en casa de sus padres, mientras Edwar tendido en la cama.

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La vida y la desea. Ella tiene una postura grácil y de la partitura con una expresión imperiosa, casi altiva, que a él le excita.

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Aquella expresión contiene una gran certeza, un gran conocimiento del camino hacia el placer.

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Cuando se trataba de música nunca perdía el aplomo ni la fluidez de sus movimientos.

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Frutal con colofón y a un arco cambiar una cuerda a su instrumento, reorganizar la habitación a fin de acomodar a sus tres amigos de la facultad para el cuarteto de cuerda que constituía su pasión. Era la líder indiscutida y siempre decía la última palabra en sus numerosas discrepancias musicales. Pero en el resto de su vida era sorprendentemente torpe e insegura. Se golpeaba una y otra vez en un dedo del pie. Delegaba cosas o se daba un coscorrón en la cabeza. Los camareros llegan con los platos de buey y un bizcocho al jerez, queso cheddar y bombones de menta.

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Y por fin los recién casados se quedan totalmente solos. Un cambio de viento les lleva el sonido de olas rompiendo la cena nupcial ha sido copiosa y prolongada. No tienen hambre. En teoría, son libres de abandonar los platos, agarrar por el cuello la botella de vino, bajar corriendo a la orilla, descalzarse y exultar en aquella libertad compartida. Son adultos por fin de vacaciones, libres de hacer lo que se les antoje. Pero tal vez por ser adultos no quieren dejar una cena que otros han preparado con tanto esfuerzo.

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Desde luego, recorrer la playa sería mejor que quedarse allí sentados, pero Eduar siente que los pantalones o la ropa interior parecen haber encogido. Lo único en lo que piensa es en él y en Florence, tumbados juntos, desnudos encima o dentro de la cama. Por qué no se levantaba de la mesa, cubría de besos a Florence y la llevaba hacia la cama de cuatro columnas en la habitación de al lado. No era tan sencillo su combate con la timidez de Florence.

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Era una historia bastante larga. Había llegado a respetarla, a venerarla, incluso tomándola por una forma de coquetería. El velo convencional de una sexualidad intensa en conjunto formaba parte de la compleja hondura de su personalidad y atestiguaba la calidad de Florence. Edward se convenció de que la prefería así. El noviazgo ha sido una pavana, un desarrollo majestuoso delimitado por protocolos. Nada se hablaba nunca. Tampoco notaban la falta de conversaciones íntimas. Eran cuestiones más allá de las palabras de definiciones.

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Nada había sido apresurado. Los avances importantes, los permisos tácitamente otorgados para ampliar lo que se consentía ver o acariciar, fueron una conquista gradual. Un día de octubre vio Edwar por primera vez sus pechos desnudos. En diciembre pudo tocarlos, los besó en febrero, aunque no los pezones que rozó con los labios. Una vez, en mayo, ella exploró el cuerpo de Eduar con una cautela aún mayor. Una noche, en el cine, vieron un sabor a miel, una película en la que una chica habla sobre la sexualidad de una forma muy explícita para la época.

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Edward tomó la mano de Florence y se la hundió entre las piernas, lo que retrasó en unas semanas todo el proceso. Pero un sábado de finales de marzo, ella posó la mano brevemente cerca de su pene durante menos de 15 segundos, con una esperanza y un deleite crecientes. Él la percibió a través de dos capas de tela en cuanto ella retiró la mano. El supo que no aguantaba más. Le pidió que se casara con él. Oyeron la radio abajo, las campanadas del Big Ben al comienzo del noticiario de las diez.

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Podríamos bajar a escuchar como es debido. Confío en haber sido gracioso. Dirigiendo el sarcasmo a los dos, pero sus palabras brotaron con una ferocidad asombrosa y Florent se sonrojó. Pensó que la estaba criticando por preferir la radio a él. Y antes de que él pudiera suavizar o aligerar su comentario, ella se apresuró a decir. O podríamos tumbarnos en la cama? Y se apartó nerviosamente de la frente. Un pelo invisible para demostrarle lo mucho que él se equivocaba.

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Le proponía lo que sabía que él más deseaba y ella más temía. En realidad, habría estado más feliz o menos infeliz bajando a la sala para pasar el rato en una tranquila conversación con las señoras en los sofás con estampado de flores, mientras sus maridos seguían atentamente el noticiario. Absortos en el vendaval de la historia. Todo menos aquello. Edwar sonríe, se levanta y extiende la mano ceremoniosamente por encima de la mesa. Ella no puede hacer nada aparte de desmayarse y es una actriz pésima, así que se levanta y toma la mano de Eduar con la mano libre.

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Edward agarra la botella de vino por el cuello. Le parece emocionante que haya sido Florence la que lo haya dicho? Su nuevo estado civil la ha liberado sin soltarle la mano. Edward rodea la mesa y se acerca a Florence para besarla. Ella se esfuerza en recordar cuánto ama aquel hombre. Se acurruca dentro de sus brazos, apretada contra su pecho, y respira su olor familiar.

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Cuando se besaron, ella sintió su lengua inmediatamente tensada y fuerte, pasando entre sus dientes como un matón que se abre camino en un recinto penetrándola. La lengua se le encogió y retrocedió con una repulsión instantánea, dejando más espacio para Edward. Él sabía bien que a ella no le gustaba aquel tipo de beso, y hasta entonces nunca había sido tan brioso. Con los labios firmemente prensados contra los de ella. Sondeó el suelo carnoso de su boca y luego se infiltró en los dientes del maxilar inferior hasta el hueco donde tres años antes le habían extraído con anestesia general una muela del juicio que había crecido torcida.

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Él aprieta la palma de la mano izquierda, encima de los omóplatos, justo debajo del cuello, y le inclina la cabeza hacia la de él. La claustrofobia y la asfixia de Florence crecen cuanto más determinada esta a evitar a toda costa ofenderle, pero sólo acierta a encogerse y concentrarse en no forcejear, contener las arcadas y no sucumbir al pánico. A Edward le emociona el tacto ligero de las manos de Florence. No tan alejadas de su ingle y la docilidad de su cuerpo precioso envuelto en sus brazos y el sonido apasionado de la respiración que exhalan rápidamente las fosas nasales.

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De pronto, Florence aparta la cabeza y se zafa de los brazos de Edward mientras él la mira sorprendido. Entonces ella le agarra de la mano y le lleva hacia la cama. En realidad, lo que querría es salir corriendo del cuarto, cruzar los jardines y bajar el camino hasta la playa para sentarse allí sola. Tan solo un minuto. Pero su sentido del deber es dolorosamente fuerte y no puede resistirse. No soporta la idea de desairar a Eduar y decide huir hacia adelante y obligarse al paso siguiente, dando la impresión errónea de que ella misma lo anhela.

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Como señala Mónica Lavín, esta novela, breve y veloz, arranca en el año 1962 y nos muestra a través del comportamiento y las dudas de los personajes acerca de su desempeño sexual en su noche de bodas. El vertiginoso cambio que ha ocurrido a partir de esa década crucial en los códigos de la sexualidad, la relación con el cuerpo y la pareja. Florencia Edwards son el reflejo de las formas de su tiempo. Habita en el momento anterior a la era Piten sin instance a la revolución de las ideas y actitudes alrededor del amor, la familia, el cuerpo son presas de su circunstancia.

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Y esa carga histórica, el conservadurismo y las buenas maneras de los anteceden labra esa noche de desencuentro. Macky Huen diseca con fineza un momento crucial en la vida de los personajes. Paralelo al estreno de una época, nos recuerda que no siempre todo ha sido igual, que hemos recorrido un largo trecho en el territorio de la intimidad y que hemos aprendido a conjugar amor y sexo o a abandonar culpas.

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Cómo se habían conocido y por qué eran aquellos amantes tan tímidos e inocentes en una era moderna. Se consideraban demasiado complejos para creer en el destino, pero le seguía pareciendo una paradoja que un encuentro tan trascendental hubiera sido fortuito, tan dependiente de cien sucesos y elecciones nimios.

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Qué posibilidad tan aterradora que pudieran haberse producido nunca cuando compararon sus respectivos mapas mentales y geográficos de Oxford. Descubren que son muy similares en 1258. Después de los años escolares. Ambos eligieron Londres. Pero nos encuentran. Edward se aloja en casa de una tía viuda. Trabaja todo el día. Juega al fútbol y los fines de semana bebe cerveza con sus amigos. Las pocas chicas que conoce llegan a clase desde barrios periféricos y se marchan al final de la tarde para tener relaciones sexuales con alguna de ellas.

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Tienes que casarte. Ni la música ni el cine tratan aún el tema del sexo. Se rumorea, eso sí, que en determinados lugares, hombres y mujeres con vaqueros negros, prietos y suéter negros de cuello alto, practican continuamente el sexo fácil sin tener que presentarse entre sí a sus padres. Se habla incluso de canutos. Florence está en el otro lado de la ciudad, cerca del Albert Hall, en una residencia femenina donde apagan las luces a las once y las visitas masculinas están prohibidas a cualquier hora.

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Florence practica cinco horas al día y va a conciertos con sus amigas. Ama la seriedad oscura del local. La alfombra de un rojo intenso del vestíbulo. El auditorio como un túnel dorado y la emoción de saber que tantos músicos célebres en el mundo han actuado allí. En el segundo curso le ofrecen un trabajo a tiempo parcial entre bastidores. También pasa las páginas a los pianistas en las piezas de cámara y descubre la sala de prácticas. Y así el Whitmore se convierte en su segundo hogar.

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No se conocieron hasta que acabaron sus cursos en Londres y volvieron a las casas respectivas de sus padres y a la quietud de la infancia, aguardando una o dos semanas calurosas y aburridas del resultado de los exámenes. Más adelante, lo que más les intrigaba era lo fácil que habría sido que su encuentro no se hubiera producido.

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Edward sueña con escribir biografías breves de personajes oscuros que vivieron de cerca importantes sucesos históricos. Si no está leyendo, recorre el camino que a lo largo de una avenida de tilos lleva al pueblo de Norden. Veo un anuncio de una reunión de la campaña Pro Desarme Nuclear y decide ir cuando los ojos se acostumbran a la oscuridad. La primera persona a quien ve es a Florence, de pie junto a una puerta, hablando con un tipo fibroso que tiene en la mano un fajo de octavillas, a diferencia de casi todas las chicas a las que mira en la calle.

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Ella no aparta la mirada. Tiene una expresión socarrona o chistosa. Es una cara extraña, desde luego hermosa, pero de una forma esculpida de huesos fuertes. Entonces le ofrece una octavilla. La vida en casa le resultaba Florence continuamente opresiva y no se sentía proclive a la comprensión. Por ejemplo, no le importaba hacerse la cama cada mañana. Siempre lo hacía, pero le fastidiaba que le preguntaran en cada desayuno si lo había hecho, como ocurría muchas veces en que ella había estado ausente.

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Su padre le despertaba emociones conflictivas. Había veces en que lo encontraba físicamente repulsivo y apenas soportaba verle su calva reluciente, sus diminutas manos blancas, sus proyectos incesantes para mejorar los negocios y ganar aún más dinero, y su voz aguda, de tenor a la vez aduladora y autoritaria, con sus énfasis excéntrica mente repartidos. Pero, como siempre, Florence es una experta en ocultar sus sentimientos a su familia a todas horas. Se recuerda cuánto quiere a su familia y se encierra en el silencio.

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Al volver de Londres ya no es una colegiala ya madurado en algunos sentidos. Por ejemplo, le parece que sus padres tienen opiniones políticas bastante censurables. Tal vez por eso esa conciencia decide entrar en la reunión donde se encuentra con Eduardo. Empiezan a verse de vez en cuando para planes tranquilos, como remar río arriba y tenderse en la orilla a descansar. Edward trabaja en empleos temporales y Florence dedica todo su tiempo al cuarteto. Un mes atrás se habían declarado mutuamente enamorados y después de la emoción, ella pasó una noche medio desvelada por el vago temor de haberse precipitado y desprendido de algo importante, de haber entregado algo que realmente no le pertenecía a ella misma.

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Pero fue algo tan interesante, tan nuevo, tan halagador y tan hondamente reconfortante que no pudo resistirse.

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Y fue una liberación estar enamorada y declararlo. Y no pudo evitar ir más lejos. Pero cada vez que Eduar le pregunta cómo está o qué está pensando. Se da cuenta de que le falta un resorte mental, que todo el mundo tiene una inmediata conexión sensual con la gente y los sucesos y con sus propias necesidades y deseos. Siempre ha vivido aislada dentro de sí misma y extrañamente, también aislada de sí misma. De hecho, sus problemas con Edwar ya están presentes en los primeros segundos de su encuentro.

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En el primer intercambio de miradas, Edwar, por su parte, se ha criado en una casa extraña, sucia y desordenada. Su padre siempre se ha ocupado de todo y hasta los catorce años no comprende plenamente que hay algo anormal en su madre. Ella es una figura fantasmal, un duendecillo descarnado y tierno que deambula por la casa del mismo modo que transita por la infancia de sus hijos. A veces comunicativa e incluso afectuosa, y otras veces absorta en sus aficiones y proyectos.

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El criterio aceptado es que es una artista excéntrica y encantadora, probablemente un genio, pero realmente tiene un daño cerebral a causa de un accidente. Un espacio súbito empezaba a abrirse no sólo entre Edgware y su madre, sino también entre él y sus circunstancias inmediatas, y sintió que su propio ser, el núcleo sepultado del mismo, al que nunca había prestado atención, cobraba una existencia repentina y cruda. Era un puntito brillante del que no quería que nadie más supiera.

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Ella tenía el cerebro dañado y él no. Él no era su madre y él tampoco era la familia. Y un día se iría y sólo volvería de visita cuando Edwar está en la escuela secundaria de Henley. Empieza a oír a diversos profesores decir que él podría ser universitario, así que empieza a estudiar más y a separarse de sus amigos, a ocultar las cosas que sabe. A los dieciséis años se aficiona a dar largos paseos meditabundo. Le despeja la mente estar fuera de casa y al final, sin informar a su padre, decide solicitar la admisión en Londres y tratar de eludir el servicio militar.

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Estos proyectos personales depuran aún más su sensación de poseer un yo oculto, un apretado nexo de sensibilidad, anhelo y crudo egotismo.

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Está impaciente de empezar su vida mientras la pareja intenta desvanecer los pudores y prejuicios en una coreografía lenta, una dilatada descripción de los movimientos y sensaciones y pensamientos de uno y otro. Las circunstancias del pasado inmediato pasan veloces, nos permiten entender de dónde vienen y por qué. Sus actitudes ante la revelación del amor carnal son distintas y se les acompañan. La mirada del escritor parece indicar que la falta de sintonía en esa noche de julio del 62 no sólo es producto de la escasa libertad sexual de aquel tiempo, sino de las circunstancias sociales que los distancian, como si las mismas se hicieran evidentes ante la desnudez de los cuerpos.

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Cuando Florence llegó al dormitorio, soltó la mano de Eduar y, apoyándose en uno de los postes de roble que sostenían el dosel de la cama, se encorvó primero hacia la derecha y después hacia la izquierda, inclinando un hombro con gracia, cada vez a fin de quitarse los zapatos. La recién casada no se apresuraba en sus movimientos. Era otra de aquellas tácticas dilatorias que la comprometían aún más. Era consciente de la mirada embelesada de su marido, pero por el momento no se sentía tan agitada ni presionada al entrar en el dormitorio.

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Se había zambullido en un estado de malestar y ensueño que la entorpecía como un traje de buceo antiguo en agua profunda. Entonces tiene conciencia de una frase musical simple y majestuosa que suena y se repite, que la sigue hasta el borde de la cama. Las cuatro notas le recuerdan aquella otra faceta de su carácter la Florence que dirige el cuarteto que fríamente impone su voluntad. No es un cordero para que la acuchillan sin quejarse o para que la penetren. Lo que cada uno desea no lo obtendrá a expensas del otro.

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El propósito es amar y que los dos sean libres.

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El vestido de recién casada es de un liviano algodón veraniego. Edward la abraza y a la vez intenta desabrochar el vestido con una mano y no puede. Y ella no quiere ayudarle, pero es porque no quiere herir sus susceptibilidad. Entonces él le pide que se esté quieta un poco de malos modos y ella se paraliza obedeciendo. Y al fin él la suelta y retrocede. Ella le dice que está un poco asustada. Él se queda callado y luego dice que cree que él también.

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Mientras hablaba, colocó la mano justo encima de la rodilla de Florence. La deslizó por debajo del dobladillo del vestido y la descansá en la cara interior del muslo, tocando justo las bragas con el pulgar. Siguieron mirándose a los ojos. En esto eran maestros. Ella tenía tal conciencia del contacto de Edward, de la prisión cálida y pegajosa de su mano contra la piel que imaginaba. Veía con nitidez el largo y curvado pulgar en la penumbra azul debajo de su vestido, acechando paciente como una máquina de guerra al otro lado de las murallas de la ciudad.

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La uña bien recortada, rozando la seda color crema, arrugada en festones diminutos a lo largo de la cenefa de encaje y tocando también estaba segura, lo notaba claramente un pelo curvilíneo que asomaba por el borde. Florence hace todo lo posible para impedir que se le tense un músculo de la pierna, pero es algo ajeno a su voluntad. Edward nota la pequeña tormenta debajo de su mano y confunde con ansiedad la zozobra de flores. Es vergonzoso a veces que el cuerpo no quiera o no pueda ocultar emociones.

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En vez de avanzar, la mano de Edward manosea con delicadeza el muslo de Florence y el contacto con ese pelo, con ese único punto de contacto, se esparce por la superficie de la piel y le cruza el vientre a Florence por primera vez. Su amor por Edward se asocia a una definibles sensación física. Aquello le parece suficiente, un logro en sí mismo. Ella finge a medias que no pasa nada, que no está haciendo un importantísimo descubrimiento sensorial.

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Querría demorarse en ese momento vestidos, pero sabe que una cosa tiene que llevar a la otra. Edward ama a Florence, pero no entiende que se interpone entre ellos, su personalidad y su pasado respectivos, su ignorancia y temor, su timidez, su aprensión, la falta de experiencia, la parte final de una prohibición religiosa, su condición de ingleses, su clase social, la historia misma.

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Entonces Eduar aparta la mano estrecha a Florence, la besa en los labios y la tienda de espaldas en la cama, y luego se tumba a su lado y la mira. Él susurró su nombre y volvió a decirle que la amaba, y ella pestañeó y separó los labios, quizás sintiendo o incluso correspondiendo. El empezó a despojarle de las bragas con la mano libre. Ella se tensó, pero no se resistió y levantó de la cama las nalgas o las levantó a medias.

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Se oyó de nuevo el triste sonido de los muelles del colchón o el bastidor de la cama como el balido de un cordero pascual. Ni siquiera con la mano libre, estirada al máximo, era posible seguir acunando la cabeza de Florence mientras le pasaban las bragas por las rodillas y alrededor de los tobillos. Ella le ayudó doblando las rodillas. Una buena señal. Él, no sé, un nuevo intento con la cremallera del vestido y así el sujetador, por el momento ese de azul claro había vislumbrado con un fino ribete de encaje.

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Debía permanecer en su sitio. Adiós al ingrávido abrazo de miembros desnudos. Entonces Edward se levanta y se desnuda, pero se deja puesta la camisa, la corbata y el reloj de pulsera. En cierto sentido, la camisa, en parte encubriendo y en parte recalcando su elección. La corbata es absurda y se la quita. Florence ni siquiera cambia de postura. Un agradable aire frío transita entre sus piernas desnudas, escuchar las olas lejanas, los graznidos de las gaviotas argentinas y el sonido de Eduar desvistiendo.

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Se nota que la cama se hunde y vibra cuando Edward se sube la estrecha fuerte contra todo su cuerpo. Florence percibe contra la cadera la erección y no le importa mucho. Lo que no quiere es verla. Sellan su reunión con un beso. Se susurran un te quiero. A ella le tranquiliza enunciar la fórmula perenne que les vincula y que demuestra que tienen intereses idénticos. Florence se estrecha más contra el pecho de Edward. Ya se ha adentrado demasiado en un territorio nuevo para volver atrás.

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Él besa cada uno de sus dedos y luego, en un hábil movimiento atlético, rueda encima de ella. Florence se siente inmovilizada e indefensa y un poco sofocada debajo de su corpulencia. Piensa que tiene controlados el pánico y el asco. Ama a Edward y quiere ayudarle a que tenga lo que tan ardientemente desea y que la ame más por ello. Así que desliza la mano derecha entre la ingle de Edward y la suya. Primero encontró los testículos y sin ningún temor, ahora curvó los dedos con suavidad alrededor de aquel extraordinario bulto erizado que había visto en diferentes formas en perros y caballos, pero que nunca había creído del todo que encajarse cómodamente en adultos humanos.

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Recorrió con los dedos la parte inferior y llegó a la base del pene, que palpó con un cuidado extremo porque ignoraba lo sensible o robusto que era. Pasó los dedos por su longitud, advirtiendo con interés su textura sedosa hasta la punta que acarició levemente y luego, asombrada por su propia audacia, los deslizó un poco para cogerlo con firmeza, como a la mitad de su largura, y lo empujó hacia abajo. Un ligero ajuste hasta que notó que le tocaba los labios.

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Pero no sabe el error que ha cometido, porque él lanza un gemido, una complicada sucesión de vocales angustiadas en crescendo. Se incorpora con una expresión desconcertada, arquea en espasmos la espalda musculosa y se derrama encima de Florence en cantidades vigorosas. A Florence no le habría parecido más horrible si a Edward se le hubiese reventado la yugular. Es incapaz de reprimir su repugnancia, su horror. Mientras Edward se encoge ante ella. Florence se pone de rodillas, agarra una almohada de debajo de la colcha y se limpia frenéticamente y le parece insoportable que él la observe.

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Tiene que alejarse de Edward como sea. Así que salta de la cama, coge de un manotazo los zapatos y cruza corriendo al cuarto de estar. Sobrepasa las ruedas de la cena y sale al pasillo. Baja la escalera. Franquea la puerta principal. Rodea el lateral del hotel y atraviesa el césped. Musgos y ni siquiera deja de correr.

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Cuando por fin llega a la playa, Eduardo Mendoza ha dicho de Chez Silvita que es una novela espléndida, emotiva, inteligente, absorbente y equilibrada. La narración de la peripecia vital de los protagonistas es minuciosa, pero no prolija. Lo cotidiano y lo prosaico son descritos de un modo ameno y vivaz. Sin parsimonia, ningún elemento es superfluo. No sobre una palabra. Es un alegato contra la opresión de una sociedad que todo lo quiere controlar y donde los factores morales, económicos y de clase invaden el territorio de la intimidad.

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Pero también es una reflexión sobre la incomunicación en la cual el conflicto sexual tiene un carácter más emblemático que real y una alegoría sobre la resistencia de la burguesía a admitir alguien proveniente de un estrato inferior, como es el caso de Edward con respecto a Florence.

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En el año breve que transcurrió entre el encuentro con Flores en San Gils y la boda en San Meahri a menos de 800 metros de distancia. Edward fue un huésped frecuente de una noche en la amplia mansión victoriana al lado de Banbury Road. Violet Tontin le asignó lo que la familia llamaba el cuartito en el piso más alto. Castamente alejado del cuarto de Florence, con vista a un jardín tapiado y más allá, al terreno de un college o una residencia de ancianos.

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Nunca se molestó en averiguar cuál de los dos. Desde allí escribe una carta formal a los padres de Florence, declarando su ambición de casarse con su hija. Y los padres se muestran encantados y celebran el compromiso con un almuerzo dominical en familia. Durante aquel verano, su deseo de Florence es inseparable del escenario. Comidas que no imagina, enormes habitaciones blancas y sus suelos inmaculados. Pilas de libros de Iris Murdoc. El último de Nabokov. El último de Angus Wilson y su primer contacto con un tocadiscos estereofónico.

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No puede fingirse que aquellas experiencias no sean extraordinarias. Las normas tácitas de la casa la autorizan a estar tumbado en la cama de flores mientras ella practica con el violín. Él la admira. Dan largos paseos y hablan de sus aspiraciones. Naturalmente. Florence habla de sus planes para el cuarteto Ennis Mohr.

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De hecho, le invita a acompañarla a Londres para asistir a un ensayo.

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Condujo a Edward al escenario y le pidió que se imaginara la emoción y el terror de salir a tocar ante una audiencia entendida.

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El no pudo. Pero no se lo dijo. Ella le dijo que algún día ocurriría que había tomado aquella decisión. El cuarteto buenísmo actuaría allí y triunfaría con un hermoso concierto. El amor por la solemnidad de su promesa la besó y luego bajó de un salto al auditorio. Se puso tres filas más atrás, justo en el centro, y juró que pasara lo que pasase, él estaría allí aquel día, en aquel mismo asiento. El 9C y encabezaría los aplausos y los bravos al final.

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Edwar descubre que estar enamorado no es algo estable, sino una sucesión de impulsos y oleadas nuevas. Y en aquel momento experimenta una caída en un ensueño no sólo sexual con Florence, sino relacionado con el matrimonio y la familia y la hija que podrían tener. La niña heredaría la belleza y la seriedad de su madre y su encantadora espalda recta y con seguridad tocaría un instrumento. El violín, probablemente, aunque no descarta del todo la guitarra eléctrica durante muchos minutos, disfruta realmente la música hasta que pierde el hilo y le aburre la monotonía del ensayo.

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Siempre que no trabajaba o no le necesitaban en casa, se iba derecho a Oxford, no sólo por el ansia de ver a Florence, sino también porque quería impedir la visita que ella tendría que hacer a su familia. No sabía lo que su madre y Florence pensarían una de otra, o cual sería la reacción de Florence ante la suciedad y el desorden de la casa. Creía que necesitaba tiempo para preparar a las dos mujeres, pero al final no hizo falta.

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Al cruzar el campo, a primera hora de una tarde calurosa de viernes, encontraba Florence esperándole a la sombra del vestuario. Conocía su horario y había cogido un tren temprano y caminado desde Emily hacia el valle de Stoner, con un mapa en la mano a una escala 1 500 y un par de naranjas en una bolsa de lona. Es uno de los momentos más exquisitos de los primeros tiempos de su amor. Cuando suben lentamente del brazo la avenida, caminando por el centro de la calzada para tomar plena posesión, Edwar se la imagina allí sola, caminando a su encuentro.

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Horas seguidas y parando solo para consultar el mapa. Todo por él. Y nunca la ha visto tan feliz ni tan bonita. Se ha recogido el pelo con una diadema de terciopelo negro. Lleva tejanos negros y playeras y una camisa blanca en cuyo ojal ha aprendido un diente de león desenfadado. Según caminan hacia la casa, ella le tira del brazo para pedirle otro beso. Después de que ella haya pelado la naranja que queda y que comparten por el camino, la mano de Florence está pegajosa en la de Edward.

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La grata sorpresa del encuentro inesperado les ha producido una exaltación inocente y su vida parece risueña y libre. Tienen todo el fin de semana por delante. El recuerdo de aquel paseo desde el campo de cricket hasta la casita hostigaba a Edward. Ahora, un año más tarde, la noche de bodas. Cuando se levantó de la cama en la semi oscuridad, sentía la pulsión de emociones contrarias y necesitaba aferrarse a sus mejores y más afectuosos pensamientos de Florence, pues de lo contrario creía que se vendría abajo, que simplemente se daría por vencido.

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Igual que tiene muchos recuerdos nítidos, el de la llegada a casa no lo es. Su madre debía de estar sola. Edward no recuerda la reacción de Florence ante las habitaciones atestadas y sórdidas y el hedor de los desagües más fétido en verano. Sólo recuerda fragmentos de la tarde, determinadas imágenes como postales viejas en una de ellas. Florence y su madre, sentadas en un banco, cada una con un par de tijeras y sendos números de la revista Life, charlan recortando páginas.

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Las chicas debieron de llevar a Florence a ver al burro recién nacido del vecino, pues recuerda otra imagen de las tres, volviendo unidas del brazo a través del césped. Una tercera es de Florence, llevando al jardín una bandeja de té para el padre. Su madre siempre está preguntando por Florence, aunque nunca recuerde su nombre, y su padre le aconseja que se case con esa chica antes de que se le escape. Evocó todos estos recuerdos del año anterior.

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Las postales de la casa, el paseo bajo los tilos, el verano de Oxford. No por un deseo sentimental de exacerbar o alimentar su tristeza, sino de disipar y sentirse enamorado y frenar el avance de un elemento que al principio no quiso reconocer. Los inicios de un ánimo ensombrecido. Un juicio más sombrío. Un rastro de veneno que incluso ahora se estaba ramificado en su interior. La ira. El demonio al que había contenido antes, cuando pensó que estaba a punto de perder la paciencia.

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Qué tentación de darle rienda suelta! Ahora que estaba solo y podía estallar tras aquella humillación, su dignidad lo exigía. Y qué tenía de malo un simple pensamiento? Mejor solventar el asunto ahora que estaba allí, medio desnudo, entre las ruinas de su noche de bodas. Edward percibe como un insulto y un desprecio. El grito de repulsión de Florence y aquel alboroto con la almohada. Cree que ella ha hecho lo posible para empeorar la situación, para hacerla irreparable.

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Se da cuenta de que durante un año ha sufrido un tormento. Deseará Florence hasta el dolor? Ella sabía todo esto y le ha engañado. Quiere un marido para disponer de una fachada respetable o porque piensa que es un juego maravilloso. Pero ella no le ama. Es deshonesta. Piensa todo esto y luego se viste. Siente que todo está a punto de aclararse. Necesita decírselo y mostrárselo a ella. Coge de un manotazo la chaqueta de la silla y sale rápidamente de la habitación.

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Le vio acercarse caminando por la playa. Una forma que al principio sólo era una mancha añil contra los guijarros que se oscurecían y que a veces parecía inmóvil. Contornos que destellaban y se disolvían y otras veces súbitamente más próxima. Como una pieza de ajedrez adelantada. Unas cuantas casillas hacia ella. El último resplandor del día bañaba la orilla y detrás de Florence, hacia el este, lejos, había puntos de luz en Portland y la base de la nube reflejaba el débil fulgor amarillento de las farolas de una ciudad lejana.

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Le miraba deseando que avanzara más despacio, porque sentía un temor culpable y tenía una necesidad acuciante de disponer de más tiempo. Temía cualquier conversación que fueran a mantener a su modo de ver. No existían palabras para expresar lo que había ocurrido. No existía un lenguaje común con el cual dos adultos cuerdos pudieran describirse aquellos sucesos. La conmoción de su comportamiento aún retumba en su interior. Por eso ha corrido tan lejos por la playa, para huir de sí misma.

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Su conducta ha sido abominable al mismo tiempo. Era consciente de la ignominia de Eduar cuando se alzó sobre ella con aquella expresión crispada y perpleja. Y las sacudidas reptiles. Aucas de la columna vertebral. Está recostada contra un gran árbol caído cuando oye el sonido de sus pasos sobre las piedras. Hay exasperación en la voz de Edward cuando le dice que si tenía que irse tan lejos. Ella contesta que necesitaba salir. Y él dice que eso es ridículo y que ha sido injusta al marcharse así.

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Y ambos se dicen que lo que ha hecho el otro es una grosería. Y ella añade que ha sido algo repugnante. Y entonces se acusan mutuamente de intimidarse. Ella cree que nunca pueden estar felices porque siempre hay una presión, siempre hay algo que Edward quiere de ella. En una solicitación interminable. Y entonces no se sabe por qué sale el dinero. Aunque ninguno de los dos se refiere a eso. Florence. En realidad se refiere a la lengua de Edward.

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Empujando más adentro en su boca y a su mano. Internándose más debajo de su falda y de su blusa a su mano, tirando de ella hacia las ingles. Ella quiere estar enamorada y ser ella misma, pero para ser ella misma tiene que decir no a cada paso. Y luego sacan el tema del trabajo que el padre de Florence le ha dado a Edward.

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Se volvió y se alejó de ella hacia la orilla y al cabo de unos pasos volvió atrás y lanzó a los guijarros puntapiés de una franca violencia. Y algunas piedrecillas de la cascada que levantó en el aire aterrizaron cerca de los pies de Florence. La ira de Edward encendió la de ella, que pensó de pronto que comprendía el problema común. Eran demasiado educados, contenidos timoratos. Daban vueltas de puntillas alrededor del otro, murmurando, susurrando, aplazando, accediendo. Apenas se conocían y nunca se conocerían por culpa del manto de cuasi silencio amigable que acarreaba sus diferencias y les cegaba tanto como les ataba.

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Y vuelven al punto de partida. Él vuelve a preguntarle por qué se ha ido y ella le dice que tenía que salir, que no aguantaba estar allí con él. Él le dice que lo que quiere es humillarle y entonces ella contesta que no merece menos. Cuando ni siquiera puede controlarse. Él le dice que es una perra cuando habla así. La palabra es como la explosión de una estrella en el cielo nocturno. Ella le dice que si piensa eso se aleje de ella, que se largue.

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Y él dice que la quería. Que podrían estar tan libres juntos, que podrían estar en el paraíso. Y en vez de eso, este desastre y esa verdad sencilla desarma a Florence. Se produce un silencio en el que parece que pueden acercarse. Pero entonces ella le hace una propuesta.

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Es más, te quiero y no tenemos que ser como todos. O sea, nadie, nadie en absoluto. Nadie sabría lo que hemos hecho. No estaríamos juntos, viviríamos juntos. Y si tú quisieras, quisieras realmente. Es decir, siempre que ocurriera y por supuesto ocurriría, yo lo entendería más que entenderlo. Lo querría. Lo querría porque quiero que seas libre y feliz. Nunca estaría celosa. Siempre que supiera que me quieres, yo te amaría y haría música.

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Es todo lo que quiero hacer en la vida. En serio. Sólo quiero estar contigo, cuidarte, ser feliz contigo y trabajar con el cuarteto.

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Y un día tocar algo, algo bello para ti, como la pieza de Mozart en el Wiktor Hall. Edward no da crédito. Le pregunta si lo que quiere decir es que podría hacerlo con cualquiera que le gustara excepto con ella. Y le dice que eso es un fraude, que le ha engañado, que es lo que le pasa a ella. Es que es frígida, completamente frígida, pero que simplemente necesita un marido. Ella sabe que no se ha propuesto engañarle, pero todo lo demás en cuanto a lo que él dice, le parece totalmente cierto.

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Ella es exactamente lo que significa la palabra frígida y su propuesta le parece de repente repulsiva. Y lo peor de todo es que ha quebrantado sus promesas formuladas en público en una iglesia. No tiene nada más que decir para emprender el regreso hacia el hotel. Tiene que pasar por delante de Edward, y cuando lo está haciendo, se para adelante y dice, casi susurrando que lo siente, que lo siente inmensamente. Hace una pausa, se demora un momento a la espera de una respuesta y luego sigue su camino.

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La habilidad de Ian Macky Wam para tratar en sus novelas con sutileza y precisión admirables. Los pasajes relacionados con los sentimientos y el sexo es conocida. Yes Il Bitch es una lección de estilo y sabiduría capaz de describir las emociones de los personajes. Con un gesto hace evidente lo invisible. Maqui one da pistas para que el lector indague, pero no explica la técnica narrativa del contrapunto es perfecta. Nos hacemos cargo de las torturas íntimas que angustian a los protagonistas, sintiendo alternativamente desde las zozobras de flores o desde las de Eduar.

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Cada capítulo nos enfrenta a los fantasmas y miedos más arraigados en nuestras entrañas.

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Las palabras de Florence, su particular construcción arcaica, le perseguirían durante un largo tiempo. Despertaba de noche y las oía u oír algo parecido a su eco, y oía su tono ansioso y doliente, y gemía al recordar aquel momento su propio silencio y la rabia con que se apartó de ella. Y después estuvo otra hora más en la playa, saboreando la delicia absoluta de la injuria, el agravio y el insulto que ella le había inflingido, elevado por una sensiblera concepción de sí mismo, como alguien que, saludable y trágicamente, estaba en lo cierto.

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Cuando llegué al hotel, ella ya recogido y se ha ido, no deja ninguna nota en la habitación. Edwar pasa desvelado el resto de la noche en la cama de cuatro postes, totalmente vestido. Abandona el hotel cuando despunta el alba, deja el coche delante de la casa de los ponden con las llaves de contacto puestas sin echar una ojeada a la ventana de flores. Al llegar a casa, se niega a dar una explicación. Unas semanas más tarde, sabe por su padre que la señora Ponden ha organizado eficientemente la devolución de todos los regalos de boda y se inician unos discretos trámites de divorcio a causa de la no consumación del matrimonio.

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Edward se despide de su trabajo en la empresa del padre de Florence.

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Aproximadamente un año más tarde, cuando su ira había amainado, el orgullo le seguía impidiendo buscarla o escribirle. Temía que Florence estuviese con otro y no teniendo noticias de ella. Llegó a convencerse de que así era hacia el final de aquella celebrada década, cuando su vida sufrió la presión de todas las nuevas emociones, libertades y modas, así como del caos de numerosas aventuras amorosas, llegó a poseer por fin una pericia razonable. Pensaba a menudo en la extraña propuesta de Florence y ya no le parecía tan ridícula y, desde luego, nada repugnante o injuriosa en las nuevas circunstancias reinantes.

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Parecía. Una propuesta liberada y adelantada a su tiempo, inocentemente generosa y un acto de sacrificio personal que él no había comprendido en absoluto.

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Eduar participa en la organización de diversos festivales de rock. Escribe crónicas para pequeñas revistas. Tiene una sucesión caótica de amantes. Se casa durante tres años y medio y vive en París. Llega a ser copropietario de una tienda de discos. No suele leer periódicos, así que no lee nada sobre el debut triunfal del cuarteto Enis Mohr en el Whitmore Hall en julio de 1968. El crítico del Times destaca al primer violín. La directora destaca su delicadeza lírica, que la hizo tocar como una mujer enamorada, no sólo de Mozart o de la música, sino de la vida misma.

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Eso sí, sólo Florence sabe que cuando se encendieron las luces de la sala y los jóvenes intérpretes se levantaron deslumbrados para agradecerlos clamorosos aplausos. La primera violinista no pudo evitar que su mirada se dirigiese al centro de la tercera fila, al asiento 9C. Añosdespués, cada vez que Edward pensaba en ella o hablaba mentalmente con ella, o imaginaba que le escribía o que se la encontraba en la calle, se le antojaba que hacer un relato de su propia vida le habría llevado menos de un minuto, menos de la mitad de una página que había hecho de sí misma se había dejado llevar por la corriente.

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Medio dormido, poco atento, sin ambición, sin seriedad, sin hijos comfortable. Sus logros modestos eran sobretodo materiales. Edward nunca se habría considerado una persona infeliz entre sus amistades de Londres. Había una mujer a la que tenía mucho afecto. Ya entrado en los cincuenta, jugaba al cricket en el Tourvel Park. Era un miembro activo de una sociedad de historia de Hindley y participó en la restauración de los arriates de berros de igual. Dos días al mes trabajaba para una fundación que ayudaba a niños con lesiones cerebrales.

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Incluso sesentón, un hombre grande y corpulento, con el pelo blanco, surcado de entradas y una cara rosada y saludable, conserva el hábito de las caminatas en sus paseos diarios. Se acuerda de Florence y se confiesa asimismo que nunca conoció a nadie a quien hubiese amado tanto. Quizá si se hubiera quedado con ella, se habría concentrado más en su vida y ambiciones y habría podido escribir aquellos libros de historia. Sabe que el cuarteto Dennis Mohr es eminente y sigue siendo un conjunto venerado en el campo de la música clásica.

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Pero él nunca va a los conciertos ni compra los álbumes. No quiere ver la fotografía de Florence. Prefiere conservarla como es en sus recuerdos, con su hermoso rostro de huesos fuertes. Su sonrisa amplia y sin malicia. Y se pregunta cómo es posible que la dejara escapar. Lo único que ella habría necesitado era la certeza de que él la amaba y la tranquilidad de que él la hubiera dicho. Que no había prisa porque tenían toda la vida por delante con amor y paciencia.

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Sin duda, los dos habrían salido adelante. De este modo podía cambiarse por completo el curso de una vida, no haciendo nada en Chesire Beach. Podría haber llamado a Florence. Podría haberla seguido.

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No supo o no había querido saberlo. Que al huir de él, convencida en su congoja de que estaba a punto de perderle, nunca le había amado más o con menos esperanza, y que el sonido de su voz habría sido una liberación para ella. Ya habría vuelto. Pero él guardó un frío y ofendido silencio en el atardecer de verano y observó la premura con que ella recorría la orilla y como las olitas que rompían acá hallaban el sonido del avance trabajoso de Florence.

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Hasta que sólo fue un punto borroso y decreciente contra la inmensa red de guijarros relucientes a la luz pálida. Y así les hemos contado Chasing Bitch, de Ian McEwan. Hemos seguido la edición de Anagrama Editorial con traducción de Jaime Zuleika. La semana que viene nos volvemos a encontrar con el Domingo de las Madres de Graham Swift. Gracias por estar ahí. Y gracias por leer un libro.

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Una hora en la cadena Ser, un programa escrito y dirigido por Antonio Martínez Asensio con la voz de Eugenio Barona y la participación de Olga Hernán Gómez. Realización de Mariano Revilla. Edición y montaje de sonido de Pablo Arévalo.