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Un libro Una hora, dirigido por Antonio Martínez Asensio. Bienvenidos una semana más a un libro. Una hora. Hoy vamos a contarles el Domingo de las madres de Graham Swift. Graham Swift nació en Londres en 1949. Forma parte de esa generación extraordinaria en la que también está hoy McEwan Ishiguro, Salman Rushdie, Julián Barns o Martin Amis. Es el autor de diez novelas, entre las que están El país del agua o Últimos Tragos, que fue Premio Booker.

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O Mañana es un escritor extraordinario, publicó el Domingo de las Madres en 2016.

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Es una novela minuciosa, precisa, llena de detalles. Es una joya que merece varias lecturas. Nos habla sobre la literatura, sobre la escritura, sobre aquello que nos impulsa a escribir, a contar, sobre cómo elaboramos nuestro pasado, sobre cómo nos contamos nuestras vidas.

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Vamos a ver. Érase una vez antes de que mataran a los chicos y cuando había más caballos que coches. Antes de que desaparecieran los sirvientes varones y en Apple y en Pittsburgh tuvieron que arreglárselas con una cocinera y una sirvienta. Los Yeren eran propietarios no sólo de los cuatro caballos de su cuadra, sino también de un ejemplar que podía considerarse un señor caballo, un caballo de carreras, un pura sangre. Así empieza el Domingo de las Madres, con el Singham, contando a su amante a la que llama Joy.

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La historia de Fandango, el caballo de la familia. Un lujo que nunca ha ganado nada, pero al que una mañana de junio temprano, toda la familia fue a ver. Emprendieron todos una expedición sólo para verle, para contemplar desde la valla cómo se acercaba atronador con otros caballos y pasaban ante ellos como un rayo. Él tiene, mientras se lo cuenta, la mano en la pierna de ella.

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Fue la única vez que ella le había visto con los ojos casi empañados y tuvo la visión clara y nítida. La seguiría teniendo a los noventa años de que podría haber ido con él, de que aún podría, como en una especie de milagro, ir con él, solo con él y estar Halligan de la valla viendo cómo pasaba fandango a galope tendido, levantando barro y rocío de la hierba. Nunca había vivido nada así, pero podía imaginárselo, imaginarlo con claridad.

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El sol aún naciente, un disco rojo sobre las colinas grises, el aire aún vivificante y frío mientras él compartía con ella tal vez una petaca de tapón plateado y con no demasiado sigilo le agarraba el culo.

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Pero ahora ella le mira a moverse desnudo, cruzando la habitación bañada por el sol. Él tiene 23 años y ella 22. Es marzo de 1924. Él está en su habitación, así que puede hacer en ella lo que le venga en gana. Ella también está desnuda y nunca había estado allí. No se ha tapado con la sábana y hasta ha enlazado las manos detrás de la cabeza. Él se sienta en la cama a su lado. Le pasa la mano por el vientre como sacudiéndole un polvo invisible.

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Luego deja encima de su vientre el mechero y el cenicero y saca dos cigarrillos. Pone uno entre los labios fruncidos y salientes de ella y luego se enciende el suyo. Después se tiende junto a ella. Es domingo, el domingo de las madres, el día en que las criadas se van a ver a sus madres.

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Marilyn Shanley se ha traducido como El Domingo de las Madres en lugar del Día de la Madre, porque no es lo mismo ni siquiera en inglés. Madres Day. Se trata de una festividad que viene del siglo dieciséis, cuando la gente volvía en ese día, el cuarto domingo de Cuaresma, llamado La He taré a su Iglesia Madre a la que les bautizaron. Pasaron los años y en este día los criados, muchos de ellos niños, les mandaban a servir a edades tan tempranas como diez años.

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Tenían libre para poder ir a visitar a su familia, a sus madres.

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Jeringa iba a casarse con Emma Hobb de dentro de dos semanas. Así que los JOP y les habían sugerido a los ser ingame comer fuera juntos, ya que era una excelente oportunidad para brindar y charlar sobre el acontecimiento inminente y de paso salvaban el escollo de índole práctica de ese domingo. Como los Niven eran vecinos y buenos amigos de los Scher ingame, además de invitados distinguidos a la boda en cuestión e iban a encontrarse en la misma situación de falta de servicio.

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Los Niven, como le explicó el señor Niven al informarla de los planes, se habían dejado enrolar. Jane sirve en casa de los Niven hace una mañana espléndida y los Niven han salido pronto. El señor Niven conducía él mismo. Se iban a encontrar con Los Singham en la misa dominical. Jane no podía preguntar por la mañana si Paul iba a asistir a la comida, pero se imaginó que Jane tenía el problema específicamente suyo de qué hacer con aquel día.

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Pensó decirle al señor Niven que ya no iría a ninguna parte. Se quedaría allí y leería un libro sentada al sol en cualquier parte del jardín. Pero entonces sonó el teléfono y, siendo como era una de sus innúmeras tareas, se apresuró a atender la llamada y su corazón dio un vuelco de alegría. Era una frase que se leía en los libros, pero a veces era exactamente lo que le sucedía a la gente. Y era verdad en ella.

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En aquel momento el corazón le dio un vuelco como a una heroína varada en un relato, como las alondras que oiría poco después, trinando y alzándose muy alto en el cielo azul mientras pedaleaba camino de Copley, era Pohl pidiéndole que fuera a su casa aquella mañana, y ella tuvo la precaución de decir muy alto, con su mejor voz, de contestar al teléfono a un tiempo doméstica y un tanto regia. Sí, señora. La puerta que daba a la salita del desayuno estaba abierta.

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El señor Niven seguía ocupado con las tostadas y la mermelada, y a las instrucciones de él ella había contestado Sí, señora. No, señora, tiene usted toda la razón, señora. Y menos de una hora después, cuando se bajó de la bicicleta y él le abrió la puerta principal. La puerta principal. Nada menos. Como si fuera una visitante de verdad y un lacayo. Se habían reído de que ella le hubiese llamado señora. Luego la puerta se había cerrado detrás de ella y se habían quedado a solas en el interior de Oblige House.

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A las once de la mañana de un domingo. Algo que jamás le había sucedido.

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Entonces quizá era el turno de que la llamaran señora a ella. Pues una vez dentro de la habitación él empezó a desnudarla casi de inmediato. Como no lo había hecho nunca antes. O más bien como si no hubiera tenido nunca la oportunidad de hacerlo. Podría decirse, en sentido estricto, que la había desnudado alguna vez. Quédate ahí ya y no te muevas.

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Al parecer, quería que Jean se quedara allí de pie, sin moverse, mientras sus dedos poco a poco le soltaban los botones y le quitaban la ropa que iba cayendo a su alrededor. No era una operación en absoluto diferente, por tanto, de la que ella llevaba a cabo a veces, cuando la señora Niven le pedía con cansancio que la desistiera, sólo que no podía negarlo en la forma en que él la desnudaba. Había una reverencia que ella nunca había dispensado a su señora.

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Él la estaba desnudando como si la despojara de unos velos. No lo olvidaría nunca.

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Entretanto, mira a su alrededor, en aquel dormitorio insólito en el que no ha estado jamás un tocador con un espejo de tres hojas atestado de pequeños objetos de plata. En su mayoría un sillón con tapicería de rayas, oro sobre verds, cortinas de dibujo parecido completamente des corridas también mientras la desnudaba y ligeramente trémulas. Una ventana abierta, una alfombra gris azulada, clara y un sol que entra a raudales. Una cama. La foto enmarcada de sus dos hermanos muertos.

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Entonces le dice mientras ella empieza a desnudarse a él, que ha llevado a Iris y a él las dos sirvientas de la casa a la estación. Tal vez es su manera de explicarle por qué la ha llamado tan tarde, o de asegurarle que la casa es toda para ellos, sin peligro ninguno. No piensa más en el porqué, ya que en cuanto Pohl se queda desnudo, ambos se van directos sin más ceremonia al lecho. Estaban tendidos uno al lado del otro, destapados, y echaban la ceniza en el cenicero sin hablar, contemplando como el humo de ambos cigarrillos se alzaba y se fundía bajo el techo.

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Durante un rato bastó ese humo compartido. Ella pensó en los penachos de humo blanco de los trenes, sus cigarrillos, que de cuando en cuando se alzaban en vertical sobre sus labios. Eran como chimeneas gemelas en miniatura. Fuera sólo se oía la cháchara de los pájaros y dentro el silencio extrañamente audible de aliento, contenido de la casa vacía y la leve ondulación del aire sobre sus cuerpos, recordándoles que, pese a estar los dos con la mirada fija en el techo, estaban completamente desnudos.

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Están relajados. Es una palabra que no entra normalmente en el vocabulario de una criada. Ella poseía muchas palabras que normalmente no entran en el vocabulario de las criadas. Incluso la palabra vocabulario puede contarse entre ellas. Se pregunta si tendida en aquella cama sigue siendo una criada. Y él, el señor. Ella le acaricia. Tiene la sensación de tener el control. Está en paz. No ha habido nunca un día como ese. No lo habrá ni podría volver a verlo jamás.

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Él se quitó el cigarrillo de los labios y simplemente lo sostuvo erguido sobre su propio vientre. Tengo que verme con ella a la una y media en el Hotel Suan de Bowling For.

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Aparte de eso, no se movió, pero fue como si se hubiera roto un hechizo. Era, por otra parte, algo que ella debería haber previsto, aunque pensó que merced a alguna mágica dispensa, acaso podía hacer oídos sordos a ese deberìa? Y el resto del día? Una parte de él no podía, o sí, durar eternamente. Un fragmento de una vida no puede ser la totalidad de ella, ya que no se mueve, pero se ve alterada por dentro, como si de nuevo estuviera vestida invisiblemente con su ropa e incluso estuviera volviendo a ser una sirvienta.

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Él ha dicho con ella y no con Emma. Es como una especie de repudio compartido por ambos. Y ha dicho Tengo que los señores son criaturas con estados de ánimo y antojos. Pueden ser amables contigo en un momento dado, pero al siguiente, si chasquea los dedos o dan un grito, tienes que saltar.

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Jean es una criada y, como muchas otras, parece destinada a ser una especie de fantasma. La fuerza invisible que mantiene un hogar en funcionamiento. Pero ella no es simplemente eso. En sus ratos libres, leyendo fascinada por las novelas de chicos, quizás por su origen, por su trabajo o por su pasión lectora, ella acaba siendo mucho más que una criada. Se transforma en una observadora de las vidas ajenas, de los detalles, de lo que ocurre a su alrededor.

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Como señala Inés MacPherson, nos explica su historia, pero no en primera persona, sino en tercera, con una distancia cercana, extraordinaria, saltando de un recuerdo a otro, dejando huecos, creando elipsis que le permiten ir desgranando y a la vez construyendo el pasado y el presente.

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Tenía que suceder. Iría a encontrarse con ella y comería con ella. Y de un modo u otro, andando el día, quizá tendría acceso autorizado a ella si es que tenían ese tipo de relaciones e incluso tal vez la llevara a esa casa para tenerlas a ese mismo dormitorio. Y entonces, con los planes de él para el almuerzo, flotando de pronto en el ambiente, aunque con la ropa de ambos aún mezclada y amontonada en el sillón. Su momento, el de ambos, estaba pasando ya.

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Él no disponía de mucho tiempo. Tras unos minutos de mera inmovilidad, de casi desafiante inercia, él se mueve de pronto y con un exceso de agitación de los miembros, el colchón entero se bambolea como una barca. Ella no va a decirle ahora que lo ve de pie y con la decisión casi tomada, que no se vaya, por favor, que no la deje. No pertenece a ese mundo superior en el cual se escenifican esos dramas. Él se mueve por la habitación.

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Quizá sólo va a consultar la hora. Ella lo ve de nuevo en su más hosca desnudez. Sin la ropa. Anda de forma diferente. Anda como un animal. Al llegar al tocador, se vuelve para mirarla con el reloj en la mano. Ella no se ha movido. No ha usado moverse. Él da cuerda al reloj con naturalidad y lo hace a tientas. Mientras la mira a ella le dice que son casi menos cuarto, que si se da prisa, aún puede llegar a tiempo.

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Que han quedado a medio camino en el Suan como si supiera algo del Hotel Swan.

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Y ahora le quedaba la pequeña tarea de vestirse, de ponerse presentable, de volver a armar su persona exterior.

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No parecía tener prisa para hacerlo. La miro, sus ojos la recorrieron de arriba abajo. Él no había conocido a ninguna mujer mejor, estaba segura. Ni ella a ningún hombre. Se leía en la forma en que la miraba y en la mirada que ella le devolvía mientras estaba mirándole. Se le antojó difícil reprimir las lágrimas que le venían a los ojos. Por mucho que supiera que permitir que le aflorarán utilizarlas habría sido una forma de fracaso. Debía ser valiente, generosa, implacable, a fin de hacerle aquel último regalo posible de sí misma.

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La olvidaría algún día allí tendida en su cama, pero él no parece tener prisa.

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Termina de dar cuerda al reloj en el tocador. A su lado están todos los pequeños accesorios de su vida, con valor sentimental o con alguna finalidad. Todos ellos piezas de un tesoro personal expuesto, cepillos de pelo y peines gemelos y pasadores de cuello en estuches, fotos en marcos de plata. Las criadas tienen que limpiar el polvo constantemente, por no hablar de la limpieza a fondo que deben dedicar a tal despliegue de objetos con la norma expresa de no mover ninguno de ellos de su sitio.

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Todo lo que ella posee y viste puede guardarlo en una simple caja.

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Paul sale con paso suave del dormitorio y entra en el cuarto de baño. No está mucho tiempo, solo tiene que enjabonar y aclararse, es decir, quitarse de encima todo rastro reciente de ella.

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Le pareció que el cuarto la acorralaba durante su breve ausencia. Acaso para reivindicarla como parte del mobiliario no se movió.

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Siguió allí, tendida como un objeto inanimado, aunque la carne le hormiguean a él. No le había indicado que tuviera que moverse, que ahora que él se había levantado, lo propio era que ella lo imitara antes. Al contrario. No fue ninguna sorpresa para él cuando volvió que ella siguiera tenazmente tendida en la cama.

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Era al parecer lo que esperaba. Lo que quería que hiciera. Se ha traído del vestidor una camisa blanca limpia, un chaleco gris claro y una corbata, pero al parecer el resto de su atuendo va a consistir en lo que ha tirado encima del sillón un rato antes. Parece no tener el menor deseo de separarse de ella, por mucho que esté a punto de irse. Pol nota que hay una mancha en las sábanas, pero no repara en ella como no repara en la ropa que ha dejado amontonada en el suelo.

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Volverá a él lavada y planchada y colgada en el vestidor. Nunca había visto cómo se viste un hombre, aunque si ha tenido que vérselas con la ropa masculina, claro. En la casa grande la han instruido rápidamente en la asombrosa gama de prendas que un varón puede poseer y en sus complicaciones y complejidades. Vestirse entre los de su clase nunca es algo que se reduzca a ponerse determinada ropa. Es una combinación solemne de prendas. Llevaban ya un rato sin hablar.

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Hacía muy poco que habían emitido ruidos animales gimiento y jadeantes, y parecía que habían entrado en una brecha menguante de su existencia juntos. En la que, por decirlo con una expresión que sólo conocerían andando el tiempo, sólo regía el lenguaje corporal. Solo su cuerpo sabía hablar. Ella no quería falsificar o anular nada con el desatino de ponerlo en palabras. Y eso, en su vida por venir, llegaría a ser también un enigma profesional incesante. Era como si cualquier palabra que dijeran ahora no pudiera ser sino una banalidad ruinosa, aún cuando él negaba con la banalidad de los calzoncillos y los calcetines.

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Es como si se estuviera vistiendo para la boda, pero aún no es su boda. Y ahora parece casi seguro que va a llegar realmente tarde. Coge la pitillera y el mechero. Sólo necesita tal vez un ojal. Hay orquídeas blancas en el pasillo. Tal vez coja una. Tal vez. De eso se trata todo aquel acicalamiento de un ensayo para su boda. Jane siente una punzada de celos. Ella, allí tendida, ha contemplado su desnudez sin velos y entonces se le ocurre que, de hecho, casi todo ha sido para ella, para su última mirada.

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Su atuendo de despedida. Paul le dice que no hace falta que se dé prisa. Sus padres no volverán antes de las cuatro. Le pide que cuando se vaya, cierre la puerta principal y deje la llave debajo de la piedra que hay junto al limpia barros. No es una piedra. En realidad es media piña de piedra. Le dejará la llave en la mesa del vestíbulo y le pide que lo deje todo como está. Se refería a las sábanas, a su camisa, al pantalón que se había quitado y que colgaba de la silla.

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A qué otras cosas podía referirse? Le estaba diciendo que no se comportara como una maldita criada. Y todo ello mientras se palpaba el nudo de la corbata y se ajustaba. Los gemelos. Si tienes hambre, en la cocina hay un pastel de ternera y jamón. Al menos la mitad. Puedo decirle a la cocinera que me lo he zampado. Quiero decir. A pesar de haber ido a comer fuera. Y no es que tenga que decirle nada a nadie.

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Nada de eso. Fue su último comentario y él percibió una resonancia extraña. Se refería sólo al pastel de ternera y jamón. Y se fue. Ni un adiós. Ni un beso ridículo. Sólo una última mirada. Cómo va haciéndola? Como bebiéndolo hasta apurarla. Eso y lo que le había confiado toda su casa se la estaba dejando a ella. Era suya para que la disfrutara. Podía saquearlo si le venía en gana. Toda suya. Y qué iba a hacer una criada con su tiempo, con aquel día libre del domingo de las Madres, sin ninguna casa donde ir?

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Jane le oye marcharse. El sonido cada vez más tenue de sus pisadas en las escaleras no se mueve. Se queda como helada. Oye como la puerta principal se abre y vuelve a cerrarse. Luego oye su súbita risita. Si es que es una risita, porque es más un trompetero.

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Un grito desafiante, extraño y perturbador, como el de un pavo real. No lo olvidará nunca. Oye. Las pisadas sobre la grava crujiente se dirigen hacia la vieja cuadra convertida en garaje. La bicicleta de Jane está apoyada en la fachada y entonces se da cuenta de que si alguien hubiera venido, se habría dado cuenta de que Paul no estaba solo. Y Jane?

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Se imagina la escena y luego se imagina además jov de conduciendo hacia su cita y se imagina la comida de los padres de ella. Todas las escenas imaginarlas no es sino imaginar las posibles, incluso predecir las reales, pero es también invocar las no existentes. Luego oye como arranca el coche, un par de acelerones roncos como si empezara una carrera. Luego el motor gana velocidad y ruido al enfilar el camino y se hace cada vez más débil y se funde con el canto de los pájaros.

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No se movió. Las cortinas se agitaron levemente. Una chica desnuda en el dormitorio de un hombre no se movió. No sabía cuánto tiempo llevaba allí quieta, hasta que la constatación de lo absurdo de su situación pareció imponerse a la temerosa necesidad de no moverse. Y se movió. Se alzó desde la almohada. Sus pies tocaron la alfombra. Caminó por ella desnuda, como lo había hecho él antes. No había nadie que pudiera ver su súbita cara inexplicable en la ventana.

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Sus pechos desnudos llenos de sol. El cielo era de un azul límpido. Jane sale del dormitorio. Deja atrás el vestidor. Entra en el cuarto de baño contiguo. Es un pequeño templo masculino. Mira las navajas y brochas de afeitar y los frascos de colonia. Se lava y se seca utilizando la toalla con la que él se ha secado, aún húmeda. Entra en el vestidor. Se siente tentada de tocar, de manosear, incluso de probarse todo lo que ve allí colgado.

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Piensa que debería recoger sus cosas, vestirse e irse de inmediato. Pero él le ha dicho que la casa es suya y eso es lo que va a hacer. Ponerse la ropa es, en cierto modo, una equivocación. Una retirada sale al rellano, a las sombras, y sus pies desnudos pisan la alfombra. Musgos. Baja las escaleras. Sus dedos acarician la barandilla más para apreciar su suavidad que para apoyarse. Abajo. El pasillo parece tensarse al ver que se acerca una mujer desnuda bajando las escaleras.

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Sus pies sienten el frío de las baldosas a un lado de la salida al vestíbulo. Hay un gran reloj de pie y al otro un espejo de cuerpo entero. Hay cuadros llenando las paredes. Podría catalogar aquel lugar, o al menos asimilar y retener de alguna forma aquella súbita y agolpada presencia. Aquella diversidad de contenidos. Dado que no volvería nunca. Dado que sólo estaría allí durante un rato. Cuánto sería quedarse y cuánto tiempo habría de pasar? En el caso de él, para que el catálogo de aquel lugar en su nueva vida se le borrara de la memoria un tiempo largo, imaginó.

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Incluso confío en ella. Y cuánto tiempo también habría de pasar para que el catálogo de todos sus momentos con ella, para que hasta aquel día se desvaneciera?

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En una mesita forrada de fieltro se ve la llave que ha dejado. Es grande, no quiere tocarla todavía. Vuelve al pasillo donde se encuentra con una serie de bifurcaciones y puertas. Tiene el impulso de impregnar de su intrusión desnuda que nadie pre-sencia. Aquella casa que es y no es suya. Se desliza de una pieza a otra. Mira, asimila, pero también secretamente otorga. Parece flotar en la conciencia de que, por escandaloso que pudiera ser, su paseo por la casa está completamente desnuda.

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Nadie sabrá. Nadie adivinará que ha estado en ella. Como si su desnudez no sólo le otorgara la invisibilidad, sino que la exhibiera de los hechos. Vuelve al pasillo y se sitúa frente al espejo alto. Nunca ha tenido la oportunidad de verse en toda su desnudez. En su cuarto de criada tiene un pequeño espejo cuadrado. Nada más. Trata de imaginar el cuerpo desnudo de Emma Godoy.

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Se pregunta si se parecerá a ella o no.. Pero no puede que llevaría hora en un día de marzo que parecía de junio. Un vestido floreado de verano, un sombrero de paja. Trató de visualizar a Emma y en el espejo. Resultaba difícil incluso visualizarlo a él, aunque seguro que había estado frente a ese mismo espejo con una mirada magnífica y última, con orquidea o sin orquidea. Hacía menos de una hora. Puede un espejo conservar una impronta en él?

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Puede uno mirarse en un espejo y ver a alguien distinto? Puede uno atravesar un espejo y ser otra persona? El reloj de pie dio las dos. Ella no sabía que él ya estaba muerto. Como nos recuerda Rodrigo Fresán, Tennessee Williams dictaminó alguna vez que la obra es memoria y la vida también, y resulta inevitable el comprender que en el mismo acto de narrar algo, tanto lo inmemorial como lo inmediato, entran en juego dos fuerzas opuestas, pero complementarias.

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Lo que se decide recordar y lo que se prefiere olvidar, hacer o deshacer la memoria. Esa es la cuestión. Y acaso lo más importante y revelador de todo, entre lo que debió haber sucedido de parecerse la realidad un poco más y mejor a las ficciones que nos inventamos para poder asumirla y soportarla. Se da la vuelta para considerar la elección de alguna puerta y abriendo una y después otra, se encuentra en la biblioteca. No es una elección tan al azar, porque las casas siguen un patrón y tienen biblioteca.

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Entrar a la biblioteca es un poco como entrar en el cuarto de los chicos arriba y el kit de las bibliotecas a veces no reside en los libros mismos, sino en el hecho de que preservan ese ambiente sagrado de los santuarios masculinos que no deben perturbarse. Pero pocas cosas pueden conmocionar más a una mujer que entrar desnuda en una biblioteca. La biblioteca de Beachwood cuenta con un gran número de libros, la mayoría de los cuales no ha llegado a abrirse nunca.

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De todas las estancias, pese a su carácter levemente amedrentada.

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La biblioteca es la que más le gusta limpiar. Un día le pidió un libro al señor Niven para leer y él le dijo que sí, pero le pidió que le dijera qué libro elegía y que lo devolviera. Y así se convirtió en una prestá tarea asidua de la biblioteca y mucho después, mucho más tarde, en su vida.

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Ella contestaría en las entrevistas en respuesta a la pregunta eterna y tediosa al respecto a sus libros de checos. Libros de aventuras. Sí, esos fueron. Quién iba a querer leer esos empalagosos libros para chicas? Sus ojos emitiría en un destello. Su cara arrugada se arruinarían un poco más. Pero luego, en caso de querer ser menos frívola, tal vez diría que leer aquellos libros. Entonces la guerra entiende. O sea, la primera. Acababa de terminar.

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Fue como leer desde el otro lado de una divisoria. Una divisoria cercana, pero una divisoria enorme. Piratas y caballeros con armadura, tesoros enterrados y barcos que zarpan fueron los libros que ella leyó. La biblioteca de Háblate es muy parecida a la de su casa. Lo único distinto es que los libros para chicos no están en una estantería diferente, giratoria o no, sino en una pequeña sección. Quizá aligerada de otras materias de más peso de la gran estantería principal de fácil acceso.

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Y la otra diferencia, por supuesto, es que ella está desnuda en la biblioteca de háblate, algo que jamás ha hecho en Beachwood. Coge uno de los libros de la estantería de enfrente, lo abre y luego, por razones que no sabría explicar, se lo pega con gesto protector a los pechos desnudos y luego lo devuelve a la estantería. Nadie sabrá nunca del pequeño viaje y la aventura que acaba de vivir.

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Aquel libro salió de la biblioteca. Los relojes diseminados por la planta marcaban los segundos y ronroneaba. Era el único sonido fuera. El mundo brillaba y cantaba dentro. Todo estaba mudo, enclaustrado, suspendido. Entró en un pasillo del que instintivamente supo que la llevaría a las escaleras de la cocina. Bajó a ella y se vio en un recinto tan silencioso y quieto que bien podría haber sido otra biblioteca. Sintió su calma inquietante.

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Las cocinas solían conservar un calor residual, pero en aquella situada bajo las plantas de arriba, caldeados por el sol e inerte durante toda la mañana. Hacía un frío glacial, aunque tal vez la culpa era suya por ir completamente desnuda. El pastel está encima de la mesa, cubierto por un paño de cocina azul y blanco, junto a él hay un cuchillo, una bandeja con cubiertos, una servilleta, condimentos, una botella de cerveza y un vaso con un abridor.

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Lo ataca con una repentina hambre voraz, des comedida. Nadie puede verla. Las mejillas hinchadas, trozos de masa y relleno cayéndole de los labios. Desea comerse ese pastel. El pastel que él no se ha comido como si fuera él. Y es un pastel muy sabroso. Abre la botella de cerveza y bebe de la botella directamente. La cerveza sabe a ocres hojas de otoño. Entonces de pronto se siente la más mísera y desesperada de las criaturas. Ni ropa para cubrirse, ni un techo propio y comiéndose el pastel de otra persona.

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Se estremece. Se levanta. El pastel es demasiado para ella de todas formas. Eructa con ruido y lo deja todo como está. Subió las escaleras, además del libro de aventuras para chicos, había otro tipo de libros populares y entre ellos uno muy apreciado incluso para los adultos, pero en las entrevistas diría que nunca tuvo demasiado tiempo para las novelas policíacas, para leerlas y mucho menos para escribirlas. La vida era ya un acertijo en sí misma. Subió de la cocina y se adentró en el calor y la luz de los pisos superiores.

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Y entonces, pese a no tener ninguna necesidad de apresurarse, el reloj del pasillo marcaba las dos y veinte y el mundo seguía enfrascado en el almuerzo. Sintió el deseo de irse. Ya había explorado lo suficiente. Entonces suena el telefono.

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Ella se queda quieta, como si el teléfono, al sonar, pudiera verla. Cuando entra en el dormitorio ve que el sol ha bajado su ángulo un poco. El espejo del tocador le devuelve la última triple imagen de su desnudez. Se viste, se queda en el umbral y toma su propia y última fotografía mental y se va. Arranca una orquídea del bol del pasillo y al no poder lucirla, se la guarda donde horas antes se aguardado la media corona que le ha dado el señor Niven.

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Es su prueba. Así ella siempre lo sabrá. Ella y nadie más. Deja la llave debajo de la media piña de piedra, coge su bicicleta y la hace rodar durante unos minutos por la grava antes de montarse en ella. De pronto la inundó una libertad inesperada. Su vida estaba empezando, no estaba terminando, no había terminado, nunca sería capaz de explicar, ni le pedirían que lo hiciera, aquella inversión ilógica, envolvente, como si el día se hubiera vuelto del revés, como si lo que estaba dejando atrás no estuviera cerrado, perdido, enterrado en una casa.

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De algún modo se había fundido, vertiéndose hacia afuera con el aire que estaba respirando. Nunca sería capaz de explicarlo y no lo sentiría con un ápice menos de intensidad, ni cuando descubriera cómo descubriría cómo se había vuelto del revés realmente el día.

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La vida podía ser un tiempo tan cruel y tan dadivosa. Jim es una cuentacuentos nata que he aprendido a encontrar su lenguaje a través de la lectura y esto confirma también que esta novela es un romance con las palabras, porque GEIN deja claro que para convertirse en escritora hay que cruzar una barrera imposible. Hay que encontrar un lenguaje aunque tengas uno. Hay que encontrar el lenguaje. Eso es escribir. Sara Mesen señala que otro de los temas de la novela es la cultura como forma de desplazamiento, como vocación y como mirada.

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Y la toma de conciencia. Como en un día se deciden tantas cosas en una vida de cómo las pérdidas se entrelazan con los logros.

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Bagá, un poco sin rumbo, quiere ir hacia Habits Wood, pero toma caminos más largos, pedalea con fuerza primero y luego ganando velocidad a piñón libre. Nunca lograría explicar la libertad total. La creciente sensación de posibilidad que sintió en esos momentos a lo largo y ancho del país. Criadas y cocineras y niñeras han tenido el día libre, pero alguna de ellas se ha desmelenado tanto como ella. Podría haber hecho lo que ha hecho aquella mañana si hubiera tenido una madre a la que visitar.

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Podría haber tenido la vida que aún no sabe que tendrá. Llega a Beachwood poco después de las cuatro y ve que el señor y la señora Niven, para su sorpresa, ya han vuelto a casa. El señor Niven está de pie en el suelo de grava. Se da cuenta al acercarse de que le pasa algo. Entonces le dice que tiene una noticia penosa que darle un día, cuando hiciera mucho tiempo, que su trabajo, su oficio y la razón por la que se la conocía tanto fuera escribir historias y batallar con denuedo con las palabras, le formularía en otra pregunta eterna y en cierto modo tediosa.

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Así que cuando cómo se hizo usted escritora?

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Ella le había respondido ya muchas veces, y la verdad, no es posible responder de forma distinta a la misma pregunta todas las veces. Siempre dice que fue al nacer. Es huérfana. Nunca conoció a su padre ni a su madre. No sabe ni cuál era su nombre original. Solo sabe el que le pusieron Jann y el apellido Fairchild que se le daba a los expósitos. La abandonaron en los escalones de un orfanato. Eso le pareció una base inmejorable para que alguien se convierta en escritor.

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Pero nunca revelaría que cuando se convirtió realmente en escritora o se plantó de verdad la simiente en ella, era una palabra interesante. Cimiente fue un caluroso día de marzo, cuando tenía 22 años, en que había vagado por una casa sin un ápice de tela encima, tan desnuda, diríamos, como su madre la trajo al mundo y se había sentido más ella misma, más ya infértil de lo que se había sentido en toda su vida y también como jamás en la vida.

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Una especie de fantasma había sentido. Podría decirse lo que significa realmente venir a este mundo, ser depositada, por así decir, en su umbral extraordinario, una historia que ella se ha jurado no contar jamás. No lo ha hecho ni lo hará nunca. Cuando en las entrevistas se le pide que describa el ambiente de aquellos años de guerra y eso le decir que ha sucedido hace tanto tiempo y parece tanto otro mundo que tratar de recordarlo sería un poco como escribir una novela.

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Y si no se hubiera quedado en la cama y hubiera bajado las escaleras con él desnuda, con los pies fríos sobre el piso frío de baldosas de escaques para coger una orquídea del bol y prenderse en la solapa. Para mí, ya que no nos volveremos a ver nunca más como en una escena descabellada de un cuento descabellado. Se convertiría en escritora. Y puesto que era escritora. O puesto que era eso lo que la había convertido en escritora, se vería constantemente asediada por la volubilidad de las palabras.

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Una palabra no era una cosa. No, una cosa no era una palabra.

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Pero de algún modo, ambas cosas se habían vuelto inseparables. Era todo una gran invención. Las palabras eran como una piel invisible, una piel que envolvía el mundo y le confería realidad. Pero no podías decir que el mundo no estuviera ahí, no fuera real, si quitabas las palabras en el mejor de los casos. Parecía que las cosas bendecían las palabras que las nombraban diferenciándose y que las palabras lo vende 100 todo. Pero nunca dice esas cosas en las entrevistas.

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A veces habla de ellas, incluso en la cama con su marido Donal campeón. Vivirá hasta los noventa y ocho años. Vivirá para haber visto dos guerras mundiales y los reinados de cuatro reyes y una reina. Vivirá hasta ser casi tan vieja como el siglo y saber que probablemente ha sabido y visto y escrito lo bastante. Sus años de criada, sus años de Oxford, sus años de Londres, sus años de Donal, sus años de lo que llamamos fama.

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Su libro más conocido es En los ojos de la mente. No sabe si puede deslindar lo que había visto con ellos de lo que ha vivido de verdad. En eso consiste ser escritora, en abarcar la materia de la vida.

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Como dice José María del Benzo Swett utiliza una voz narradora muy peculiar, pues en ocasiones parece una relatora de actos. En otras se mete en la cabeza de Jaime, en otras fábulas, sus vivencias y en otras se asoma a la edad adulta de la chica. La maestría combinatoria de Sweet crea un narrador que es a la vez uno y múltiple, y el efecto es extraordinario. La primera parte muestra con puros recursos literarios por qué GEIN acabará siendo novelista. La segunda contiene los elementos que harán de Jaime, una escritora.

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Toda la novela se convierte en una fascinante eclosión de la larga escena inicial, que es el nacimiento inadvertido de una vocación. Tengo una noticia penosa quedarte mientras el señor Niven hablaba, las palabras hacían gala de su voluble facultad de disociarse de las cosas. Era tal su patente forcejeo para encontrarlas que buscaba y da la experiencia reciente de Yeung que ésta le entendió noticia fogosa. Y cuando después de unas cuantas palabras más, dijo Te has puesto muy pálida, Yeung.

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Ella tuvo el pensamiento fugaz de que eso era algo que a la gente sólo le pasaba en los libros. La gente sólo se ponía pálida o se le encendía la cara de ira, o sus ojos despedían fuego, o la sangre se le helaba en las venas. En los libros libros que ella había leído, siento tanto tener que decirte esto Yeung en el domingo de las Madres, como si hubiera regresado para darle una noticia que la concierne a ella y le cuenta que ha habido un accidente.

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Un accidente fatal que implica a Böll Sandringham, un accidente de coche. Había salido tan tarde de oblige que llegaría tarde a la cita. Ella sabe que no había hecho el menor esfuerzo por darse prisa. Sin embargo, había hecho todos los esfuerzos imaginables por acicalarse de forma escrupulosa. También eso lo sabía sólo ella, ya que tras la colisión el coche se incendió y el cuerpo de Pohl quedó no sólo destrozado, sino calcinado. Se rescataron algunas cosas. Sabría que sugerían cuál era su atuendo y su identidad.

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Una pitillera con sus iniciales, un anillo de sello. El coche no quedó tan destrozado como para no poder identificarlo como el vehículo que habitualmente conducía Pol Sharingan. Es más, J'ai pensó primero que la había dejado plantada. No pudo quedarse allí sentada mientras la miraban los presentes. Pidió que le permitieran usar el teléfono del hotel. Primero llamó a Oblige House. No obtuvo respuesta. Entonces llamó a la policía y se desencadenó una terrible y rápida sucesión de llamadas telefónicas.

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Y entonces el día cambió por completo para todos ellos. Todo hacía suponer que, fuera lo que fuese, lo que lo había demorado antes por el Sharingan, había tratado de minimizar el retraso. Debía de conducir a mucha velocidad. Tomó una carretera secundaria que, aunque más estrecha y sinuosa, suponía un atajo. Cruzaba la vía férrea por un puente, en lugar de hacerlo por el paso a nivel de la carretera principal, que lo habría detenido en caso de encontrarlo cerrado.

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Pero nunca llegó a usar esas vías. Se estrelló contra un roble que había en el vértice de una curva. Era imposible que no hubiera visto la curva ni el roble, aún sin hojas que se le venía encima. Debía de haber tomado esa curva centenares de veces. Tal vez le habían fallado los frenos. El informe e incluso el dictamen oficial de la investigación concluiría que se trataba de un terrible. Un trágico accidente. Y eso era lo que todo el mundo quería creer.

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Nadie quería pensar que dos semanas antes de su boda se había empotrado contra el tronco de un árbol. Por cualquier razón distinta de un accidente. El señor Niven dice que tiene el encargo de avisar al servicio de Oblige a F. Y a la cocinera Iris, pero no parece del todo preparado para la tarea. Y entonces le pide a Janet que le acompañe, aunque sea su día libre. Y ella acepta. Pero primero necesita entrar a beber agua. Ni quizá aquellos cinco minutos, más o menos, lo cambiaron todo.

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Cuando había sucedido antes algo parecido que el señor Niven esperar a ella y que al salir incluso le abrieran la portezuela con el panel interior de cuero para que montara en el Ámber, pensó de nuevo en ese bien Iris dentro de la casa, volvía a estar dentro de una casa vacía.

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Sintió durante unos instantes que se le humedecían las mejillas. Luego se empapó la cara con agua fría a conciencia. Quizá hasta tuvo que ahogar un grito. Van en coche, háblate. El señor Niven conduce muy lentamente, con sumo cuidado, como si se dirigiera a una cita a la que no le apeteciera acudir. Se les hace difícil hablar y él ya está allí. Cuando ellos llegan ya se da cuenta porque la ventana de arriba está cerrada. Así que ha visto el dormitorio.

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La mancha. Janne deja escapar un gritito ahogado y el Señor bendice interpretándolo de otro modo que efectivamente es terrible. Cuando llegan a la puerta, es el abre con naturalidad, pero se sorprende al ver al señor Niven con la criada de Beachwood. De hecho, mientras el señor Niven batalla con las palabras, los ojos de Zell taladran los de Ñane como si lo supiera todo. Al final, el señor Niven informa de Zell y ella se queda allí plantada cual inflexible defensora del porche principal, como si estuviera absolutamente decidida.

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Ahora que tanto infortunio ha caído sobre aquella casa a repeler cualquier asalto, el señor Niven, que seguía abajo en el camino de grava, pareció acobardarse ante aquella autoridad repentina. Pues me alegro, señor Niven, de haber vuelto antes de tiempo, porque así podría ayudar. Debo de haber presentido que algo no iba bien, que podían necesitarme. El señor y la señora Singham tienen que estar destrozados. Deben de estar tan desconsolados de nuevo. Es el añadió con absoluta deliberación lo de de nuevo.

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Estaré aquí cuando vuelvan. Informaré a la cocinera. En cuanto llegue, responderé a todas las llamadas telefónicas y también lo haré si es necesario. Es él. Pero es él. Siguió hablando. Tal vez en un claro desafío a la norma de hablar. Sólo cuando se le preguntaba. Ya lo había ordenado todo. He ordenado el cuarto del señor Pohl. Y entonces el señor Niven le pregunta si ha encontrado algo en el cuarto. Algo como una nota.

[00:44:36]

Y él contesta con expresión cortante que no ha encontrado ningún escrito, pero que si lo hubiera encontrado no lo habría leído. El le pregunta al señor Niven si está bien y él le dice que sí y se lo pregunta a ella si necesita que se queden con ella o que se quede jeune para hacerle compañía. Pero el contesta que puede arreglárselas sola. Gracias. Pero esto último lo dice sin mirar al señor Niven, sino mirando directa y fijamente a su homóloga.

[00:45:04]

Y su mirada es como la mirada del más severo y más comprensivo de los padres.

[00:45:11]

Vuelven en el coche. El sol va adquiriendo una tonalidad anaranjada. Refresca. Lo que hay que hacer en tales circunstancias es mantener las chimeneas encendidas, como ella hará muy pronto cuando vuelva a ser la criada de Beachwood. Luego, de pronto, una vez hubo frenado en la explanada principal de Beachwood y hubo apagado el motor, el señor Niven se inclinó hacia ella y con un niño se echó a llorar, a sollozar ruidosamente. Apretándole la cabeza, la cara contra los pechos.

[00:45:44]

De forma que Geng pensó en el momento que había sido esa misma tarde en que ella lo sabía apretado contra las páginas abiertas de un libro.

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Lo siento tanto, Jai. Lo siento tanto, dijo el señor Niven, aún con la cara pegada a sus pechos y ella acusándole la nuca de forma involuntaria, instintiva, dijo. Está bien, señor Niven, está bien. La noche del domingo de las Madres de 1924, cuando por razones de peso, Jane se siente absolutamente incapaz de conciliar el sueño o de descansar, vuelve a coger juventud de Joseph Conra. Qué otra cosa podía hacer? Llorar? Volver a llorar en su pequeño lecho de tablas para huir de sí misma, para escapar de los problemas de la vida.

[00:46:39]

Le. Y es y no es una historia de aventuras. Es diferente. Tiene algo especial. Cuando termina Juventud y otras historias que incluye El corazón de las tinieblas, un relato provocador y distinto a todo lo que ha leído hasta entonces, se da cuenta de que tiene que leer otras obras de Conrad y escribe a una librería de riding que envía libros por correo. Pone un giro postal y así entabla relación con la librería. El caso es que para cuando lee el agente secreto ya alberga el deseo secreto de convertirse en escritor.

[00:47:14]

No era su nombre real. Conrad descubrió Jane, ya que en realidad era polaco, así que tenía un nombre un poco como el de ella. Tampoco era un seudónimo. Era sencillamente su nombre inglés. Pero lo extraordinario, lo verdaderamente asombroso de Joseph Conrad, era que para escribir todos sus libros no sólo tuvo que aprender a escribir, sino que tuvo que aprender a escribir en una lengua completamente nueva. Era algo casi increíble. Era como haber cruzado una barrera imposible, infranqueable.

[00:47:43]

Y Jane sentía que acaso eso era lo más grande. El mayor logro y la aventura más real, más grande incluso que haber realizado todos aquellos viajes en su juventud. Más emocionante incluso que haber llegado a Oriente. Y se da cuenta de que eso es lo que tiene que hacer ella para convertirse en escritora. Cruzar esa barrera imposible. Y también ella tendría que encontrar una lengua, pese a tener ya una lengua, ya que encontrar una lengua, encontrar la lengua, es lo que en verdad era escribir.

[00:48:15]

Hay dos ironías importantes en la obra. La primera es que ese episodio que el lector conoce es la única historia que GEIN como escritora jamás contará, pese a ser el más importante de su historia. La otra es que en Swett, como novelista, le ha correspondido contarla. Creo que la gente en general tiene dentro mucho más que lo que muestra, dice el autor, y expresa incluso lo que ni siquiera sabe. Y una de las funciones de la ficción es sacar esa vida oculta, darle voz, pero es algo que debe hacerse con muchísimo tiento.

[00:48:49]

La ficción está allí para acabar diciendo las cosas que de otro modo no se dirían.

[00:48:55]

En sus últimos meses en Beachwood, antes de ir a Oxford, se le antoja emocionante saber que Joseph Conrad, que había nacido en Polonia y había surcado los mares, aún vivía no demasiado lejos de allí, en algún rincón de Inglaterra.

[00:49:09]

Y una mañana de agosto de 1924 leen el periódico antes desplegarlo y aplacarlo para ponerlo en la mesa del desayuno del señor Niven, que Joseph Conrad había muerto. Y la noticia le causa un súbito shock íntimo. Se convertiría en escritora. Escribiría libros, escribiría diecinueve novelas. Llegaría a ser incluso una escritora moderna. Aunque, cuánto tiempo sigue siendo moderna? Un escritor era como la palabra joven. Y en eso, en suma, era en lo que estribaba la escritura.

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En la modernidad conocería tiempos y cambios y escribiría sobre ellos. Viviría más de noventa años, casi cien. Y en sus últimos años, cuando poseía ya una vena definitivamente traviesa y la sacaban a escena una vez más en su silla de ruedas, ya infertil a los ochenta años. Jaime Fairchild, a los noventa, mencionaría nombres de escritores del pasado como si Érase una vez. Hubiesen sido realmente amigos suyos? Podría haber seguido con él. Podría haberse arreglado todo de un modo mágico.

[00:50:22]

Estar de pie, pegada a él, junto a la valla, en el frío del amanecer, mientras el sol desplegaba grandes y ardientes mantos sobre las colinas, mientras Fandango se acercaba cabalgando con las ventanas del hocico, henchidas, expidiendo vaho y los cascos batiendo la tierra. Podría haberlo entendido y haberlo sabido para siempre. En sus libros contaría muchas historias en sus últimos y negligentes años. Empezaría incluso a contar historias sobre su propia vida. Así que el lector nunca sabría del todo si eran ciertas o inventadas.

[00:50:58]

Pero había una historia que no contaría jamás. Contar historias, contar cuentos. Siempre con la insinuación de que traficas con mentiras. Pero para ella no sería nunca otra cosa que la tarea de llegar a la médula, al meollo, al corazón, al núcleo, al fondo.

[00:51:19]

La empresa de contar la verdad. Qué era exactamente entonces lo de contar la verdad? Los lectores quieren siempre que hasta la explicación se explique. Y cualquier escritor que se precie los engatusa, los azuzada se los llevará al huerto. No era lo bastante obvio.

[00:51:41]

Se trataba de ser fiel a la verdadera materia de la vida. Se trataba de intentar capturar, aunque jamás se logre, la percepción misma de estar vivo. Se trataba de encontrar una lengua. Y se trataba de ser fiel al hecho. Una cosa se seguía de la otra. De que en la vida hay muchas cosas, muchas más de las que pensamos que no pueden explicarse. Y así les hemos contado el domingo de las madres de Graham Swift. Hemos seguido la edición de Anagrama Editorial con traducción de Jesús Zuleika.

[00:52:32]

La semana que viene emitiremos la repetición de La peste de Cané y la siguiente. Último domingo de agosto emitiremos la repetición de la barraca de Blasco Ibáñez. Volveremos a encontrarnos el primer domingo de septiembre con la nueva temporada y volveremos a los clásicos. De hecho, empezaremos el domingo 6 con Eugenia Grandet de Balzac. Hemos hecho ya 58 programas Mariano Revilla, Pablo Arévalo, Eugenio Barona, Olga Hernán Gómez y yo. Para todos nosotros es un placer haberles acompañado durante este año y a lo largo de este verano.

[00:53:09]

En los tiempos normales y en el confinamiento en este verano extraño, tenemos que agradecerles el apoyo constante, los mensajes, las felicitaciones y la presencia constante en las redes. Volveremos. Seguiremos contándoles historias, hablándoles de literatura. Como decía Jasper Buin, todos somos una página de un libro. Un libro que tal vez no se ha escrito aún. Un clásico que nos espera agazapado en una estantería para contarnos quiénes somos, que parece conocernos más que nosotros mismos. Gracias por estar ahí.

[00:53:47]

Y gracias por leer un libro.

[00:53:50]

Una hora en la cadena Ser, un programa escrito y dirigido por Antonio Martínez Asensio con la voz de Eugenio Barona y la participación de Olga Hernán Gómez. Realización de Mariano Revilla. Edición y montaje de sonido de Pablo Arévalo.