Un libro una hora: Últimas tardes con Teresa - Juan Marsé (06/09/2020)
Un Libro Una Hora- 1,318 views
- 6 Sep 2020
Un libro Una hora, dirigido por Antonio Martínez Asensio. Bienvenidos a la nueva temporada de un libro. Una hora. Hoy vamos a contarles. Últimas tardes con Teresa de Juan Marsé. Juan Marsé se nos marchó el pasado mes de julio.
El 18 de julio, exactamente de 2020.
Había nacido en Barcelona en 1933. Era seguramente el último de nuestros clásicos. Pocos autores han tenido la capacidad de mezclar su narrativa con lo poético y con la ironía. Marsé es la sensibilidad, pero también es el fino sentido del humor. Cómo es ese autor capaz de describirnos toda una situación en dos trazos mostrarnos lo que están de nuestros ojos, pero que nadie es el autor de Encerrados con un solo juguete. Esta cara de la luna o la oscura historia de la prima Montse.
Luego parece que gastó su voluntad de comprender o de explicarnos la sociedad contemporánea y se dedicó a recuperar su memoria y a perder la obligada amnesia del vencido en la guerra civil. Con novelas como si te dicen que caí. La muchacha de las bragas de oro o Un día volveré.
Luego vino Ronda del Guinardó, teniente Bravo, el amante bilingüe, El embrujo de Shanghai y su última obra maestra, Rabos de lagartija. Últimas tardes con Teresa. Es una novela extraordinaria, una delicia de sensibilidad y de lucidez, con dos personajes inolvidables y una historia que cuenta como ninguna un tiempo y un territorio. Este es nuestro homenaje a Juan Marsé, pero el mejor de todos es que ustedes se lancen a leerle, que lean. Últimas tardes con Teresa.
Vamos allá. Hay apodos que ilustran no solamente una manera de vivir, sino también la naturaleza social del mundo en que uno vive. La noche del 23 de junio de 1956, Verbena de San Juan. El llamado pijo aparte surgió de las sombras de su barrio, vestido con un flamante traje de verano color canela bajo, caminando por la carretera del Carmelo hasta la plaza Sant Jaume. Saltó sobre la primera motocicleta que vio estacionada y que ofrecía ciertas garantías de impunidad, no para robarla esta vez, sino simplemente para servirse de ella y abandonarla cuando ya no la necesitara.
Y se lanzó a toda velocidad por las calles hacia Montjuic. Se dirige a la barriada de San Gervasio. Abandona la motocicleta delante de una torre en cuyo jardín particular, adornado con farolillos y guirnaldas de papel, se celebra una verbena. El viejo aparte es muy guapo, tiene el pelo negro, peinado hacia atrás, en un esfuerzo secreto e inútil de luchar contra la miseria y el olvido. Tiene la feroz coquetería de los grandes solitarios y de los ambiciosos superiores.
Su físico, eso sí, delata su origen. Es un charnego, un hijo de la remota y misteriosa Murcia. Empuja la verja del jardín. Avanza por el sendero cubierto de grava. Las manos en los bolsillos, aparentando una total indiferencia. Se dirige primero al bufet improvisado bajo un gran sauce y se sirve un coñac. Nadie parece hacerle el menor caso. Busca una pareja de baile que pueda convenirle, que no sea ni muy llamativa ni muy modosita.
Advirtió que se trataba de una verbena de gente muy joven, unas 70 personas. Muchas jovencitas llevaban pantalones y los chicos camisolas de colores. Por un momento llegó a sentirse ridículo y desconcertado al darse cuenta de que él era uno de los pocos que llevaban traje y corbata. Son más ricos de lo que pensaba. Se dijo. Le entró de repente ese complejo de elegante a destiempo que caracteriza a los dominados. Se fija en una muchacha que está sentada al borde de la piscina.
Es morena y viste una sencilla falda rosa y una blusa blanca. Tiene un curioso aire de timidez y de abandono, como si ella también acabara de llegar y no conociera a nadie. Se dirige hacia ella, pero justo en ese momento ve a otra muchacha sentarse junto a la que ha escogido. Se pone a hablar con ella, pasándole el brazo por los hombros. Es una rubia con pantalones que apenas deja ver su cara y que se levanta. Luego, según el pijo aparte, se acerca durante una fracción de segundo.
El murciano puede ver unos ojos azules que le golpean el corazón mientras se aleja. En vez de dejarse conducir hacia la pista de baile, tiró de él hacia lo más oscuro y apartado del jardín, entre los árboles donde dos parejas bailaban abrazándose, el pijo aparte soñaba. No toque la mano de la muchacha, cuyo tacto resultaba extrañamente familiar, blando y húmedo. Le transmitía una frialdad indecible, como si la hubiese tenido dentro del agua al abrazarla. Compuso su mejor sonrisa y la miró a los ojos.
Era bastante más alto que ella y la muchacha se veía obligada a echar la cabeza completamente hacia atrás y quería verle la cara. El pijo aparte empezó a hablar. Su fuerte era la voz. Una voz ronca, meridional y persuasiva. Sus bellos ojos hacían el resto. Ella le cuenta que se llama Maruja, que es catalana como sus padres, y que la rubia se llama Teresa. Su cuerpo, delgado pero sorprendentemente vigoroso, tiembla en sus brazos. El pijo aparte le deja ver que va a la universidad y le dice que se llama Ricardo.
Ella le confiesa que pensaba que era uno de los amigos raros de Teresa y le cuenta que vive cerca. También le deja creer que en verano se va a Blanes, a la torre de sus padres, y entonces él le pregunta si tiene novio y ella se aprieta un poco más contra ella. Se besan. Luego ella le dice que tiene sed, así que el pijo aparte vuelve a recorrer la pista para llegar de nuevo al bufet. Entonces tres chicos le preguntan quién es y quién la ha invitado.
El viejo aparte, al ver a una señora que le mira desde la entrada de la casa vigilándole, se dirige a ella y muy digno, le dice su rimbombante nombre inventado y con su sorprendente galantería, bijo aparte, esca la envuelve en su palabrería vacía. Y al final, cuando ve que no tiene salida, dice que le ha invitado Teresa. Los chicos no se sorprenden porque Teresa haya hecho eso, pero se enfadan con ella por no haberles avisado.
El pijo aparte vuelve con Maruja, que está en el mismo sitio. Vuelven a bailar y se besan en lo más húmedo y sombrío del jardín hasta que cesa la música.
Como señala Mateo de Paz, últimas tardes con Teresa, supone una renovación narrativa que supera los rígidos esquemas del realismo social vigentes hasta la fecha y se convierte en una de las obras más leídas y reeditada de la época. El tema más importante es la aspiración del personaje principal por desplazarse, pero junto a éste también hay otros temas que conviene señalar la diferencia de clases. La inmigración andaluza a tierras catalanas o el izquierdismo de la burguesía. Hay más temas, no obstante, como el deseo, la delincuencia, la muerte y, cómo no, la parodia de la novela social.
Y aparecen algunos ingredientes de su novelística posterior. Las huellas de la guerra civil, la sexualidad, la muerte, el destino trágico de unos personajes que no están de acuerdo con la realidad del mundo que les ha tocado vivir. Queda con ella para el día siguiente, a las seis de la tarde en un bar y se va despidiéndose de la señora de la casa cuando pasa por allí con una discreta y gentil inclinación de cabeza. En realidad se llamaba Manolo.
Vive en la barraca de su hermano mayor, con su cuñada y cuatro chiquillos en el Monte Carmelo, una colina desnuda y árida al norte de Barcelona, junto al Parque Güell. Antes de la guerra era todavía un lugar de retiro para algunos aventajados comerciantes de la clase media barcelonesa. Pero se fueron. Quién sabe si al ver llegar a los refugiados abstrusos y agitados de los años cuarenta, jadeando como náufragos, quemada la piel no sólo por el sol despiadado de una guerra perdida, sino también por toda una vida de fracasos.
El barrio creció en calles sin asfaltar, torcidas y polvorientas. A las seis está en el bar donde ha quedado con Maruja, pero después de esperarla tres horas se va. A mediados de septiembre de aquel mismo año, él y un compinche suyo, también del Carmelo, fueron a bañarse con dos muchachas a una playa situada cerca de Blanes. Era un domingo. Partieron muy de mañana con las motocicletas y las cestas de la comida por vez primera en su vida, el pijo aparte se concedía una aventura pasajera con una chica del barrio, concesión inesperada y en la que sus amigos creían ver un principio de decadencia.
Han robado un par de motos y se han metido por un camino particular después de pasar por encima de una valla rota hasta llegar a un pinar en la parte de atrás de una villa enorme. La cosa con Lola realmente no funciona. Al pijo aparte le pone nervioso y cree que salir con una chica así es perder la libertad y empezar a ser como todos los del barrio. De hecho, le echa en cara a su amigo Bernardo, que se está convirtiendo en un pobre diablo desde que sale con su novia.
Sobre las cinco de la tarde oyen el frenazo de un coche y una voz de mujer profiriendo insultos junto a las dos motocicletas. Una mujer de unos 40 años despotrica con los brazos en jarras. El pijo aparte avanza hacia ella con el torso desnudo y bañado en sudor y del coche. En ese momento sale una joven morena. La mujer le llama gamberros, marranos y desvergonzados. Y el pijo aparte le dice dando un paso al frente que como les falte le va a partir la jeta.
Las cosas le iban tan mal últimamente que estaba deseando escarmentar a alguien, pero de pronto se detuvo como paralizado por un rayo. Su rostro palideció y su mirada quedó fija unos metros más allá de la mujer. La joven, que permanecía inmóvil junto a la puerta abierta del coche, le estaba mirando directamente a los ojos. Instantáneamente, la actitud del murciano cambió por completo. Exhibió su esplendorosa sonrisa blanca. Se inclinó ante la enfurecida señora y abrió los brazos en un rendido gesto de disculpa.
Señora. La verdad es que tiene usted razón. La juventud, ya sabe. Nos gusta vestirnos. Realmente no encuentro palabras para pedirle disculpas. La mujer parece haberse tranquilizado y ambas se suben en el coche. Manolo avanza desesperado por cruzar otra mirada con la muchacha inútilmente. Ella parece haberle olvidado. Manolo se desespera y cuando cae el sol le dice a Bernardo que se vaya a él con las dos chicas, porque él se queda y se queda vigilando la villa.
De pronto ve salir a la chica en dirección al embarcadero. El viejo, aparte, se dirige hacia allí y ve a la muchacha en el interior de una lancha, como buscando algo. El murciano se acerca y saluda a Maruja con una broma. Ella levanta la cabeza tranquilamente. En su cara se refleja primero una vaga sorpresa. Manolo le pregunta si se acuerda de él. Maruja no contesta. Él le dice que con los que iba no son sus amigos y que estaba despidiéndose de ellos cuando ella llegó con su madre y luego le pregunta por qué no acudió a la cita.
Ella dice que no pudo y empieza a alejarse cuando el pijo aparte le dice que se ha pasado meses y meses buscándola como un loco pensando en ella día y noche. Entonces tiende la mano y la atrae hacia él y ella se le pega desesperadamente, como aquella noche en la verbena, obedeciendo a una oscura necesidad de protección, desbordando aquel fino cuerpo de serpiente. El calor y las ansias de absoluto pasaron al vientre de la muchacha que se abría como una planta sedienta, recibiendo la lluvia con tal intensidad y en una postura tan atrevida que el no tuvo más remedio que dudar por un instante de su condición de señorita educada en la prudencia y el autocontrol.
De repente la muchacha se bajó los bordes del niky sobre los pechos y se despegó un poco, dejando la cabeza recostada en el pecho del murciano. Ella le dice que la están esperando para cenar y él le dice que por la noche ir a verla y cuando todos duerman entrará por su ventana. Ella le dice que si lo hace gritará, pero el pijo aparte se queda ahí esperando durante cuatro horas.
Mira la ventana. Tarea de Maruja, pero permanece cerrada. Él oye música y voces juveniles en la terraza. Luego, de repente, un rayo de luz se filtra entre los batientes de la ventana. Se acerca al muro cubierto de hiedra. Pisa un macizo de flores. La ventana le llega al pecho, así que antes de saltar al interior, se asoma y ve la mancha blanca de la sábana sobre la silueta informe de un cuerpo. Entra sin hacer ruido, deslizándose directamente hacia la cama.
Maruja parece dormir tranquilamente. Él se inclina sobre su cabeza y susurra su nombre hasta que ella se despierta. Entonces salta de la cama por el otro lado y se queda allí, de pie, envuelta en la sábana, arrinconada junto a la mesita de noche. Le dice que va a gritar, pero no le dice al pijo aparte que no hay peligro. Tal vez la forma en la que ella se toca el pelo para usarse. Él avanza y ella se deja caer al fin en la cama, gimoteando débilmente.
Luego Manolo la rodea con el brazo. Besa sus ojos y ella le abraza. Finalmente, se tiende de espaldas en la cama y hasta que no empezó a despuntar el día en la ventana, hasta que la gris claridad que precede al alba empezó a perfilar los objetos de la habitación. Hasta que no cantó, la alondra no pudo darse cuenta de su increíble, tremendo error. Sólo entonces, tendido junto a la muchacha que dormía mientras aún soñaba despierto y una vaga sonrisa de felicidad flotaba en sus labios.
La claridad del amanecer fue revelando en toda su grotesca desnudez los uniformes de satén negro colgados de la percha, los delantales y las cofias. Sólo entonces comprendió la realidad y asumió el desencanto. Estaba en el cuarto de una criada. Al pijo aparte le sienta tan mal que despierta Maruja a bofetadas. Ella se movía sobre la cama como si no esperase otra cosa. Por cierto, entonces él empieza a preguntarle cosas de quién es esa villa, quién hay en la casa y cuándo viene el Señor.
Así descubre que en una de las habitaciones de arriba duerme Teresa, y él tiene la sensación de que no se ha equivocado de Villa, sino de habitación. Le dice que se llama Manolo y la trata de forma despectiva y casi violenta. Sin embargo, ella sumisa y se le abraza llorando como si comprendiera su decepción. El viejo aparte se va sin decirles si volverán a verse. Y llega Barcelona al amanecer. Pero vuelve. Claro que vuelve. Sigue entrando por su ventana todo el verano.
Maruja accede a todo sin pedirle nada a cambio, incluso cuando se entera de las fechorías de Manolo, de sus robos de motos en el pijo. Aparte, empiezan a hacer una irreprimible ternura por la muchacha y su frágil felicidad, además de una peligrosa tendencia a respetar su condición o mejor, a con. Eso sí, a veces fantasea con robar las joyas de la señora cuando llega el invierno y los Serrat vuelven a Barcelona. Maruja empieza a ir a buscar a Manolo con frecuencia a su barrio.
Siempre antes de entrar en el bar Delicias se daba unos toques al pelo y a la falda demasiado corta y una vez dentro se quedaba de pie junto a la puerta, a prudente distancia de la mesa de juego. Quieta, avergonzada, juntando las rodillas con fervor y deliciosamente obscena, encantadoramente vulgar en su espera, deseando descaradamente pertenecer a alguien. Allí estaba, exactamente igual que aquel día en la verbena, cuando le esperaba a él al fondo del jardín, mientras le veía desembarazarse de los señoritos hasta que Manolo notaba su presencia.
Su amigo Bernardo se casa con la novia, con Rosa, que está embarazada, y el pijo aparte pierde así a su último compinche. El descubrimiento del Carmelo significa para la criada una esperanzadora afirmación de principios. La misma materia degradada y resignada de la cual está hecho su amor parece haber conformado aquel barrio casi olvidado, aislándonos, confirmándolo fuera de la ciudad, reduciendo todos sus sueños a uno solo sobrevivir. El primer encuentro con Teresa Serrat tuvo lugar en la verja del jardín de su casa en San Gervasio.
Sucedió un jueves a eso de las diez de la noche, y el extraño comportamiento de la universitaria había de confundir tanto al murciano, que éste sufriría una vez más aquel suplicio de no comprender la sensación de extravío mental que a menudo le aquejaba al oír expresarse a los ricos.
La pareja está despidiéndose en la puerta de la casa de los Serrat. Cuando Teresa sale para decir a Maruja que se dé prisa, que es muy tarde, se queda cortada al ver a Manolo, el pijo aparte le dice que si hay un fuego y Teresa se ríe. El murciano le recuerda entonces que es el día libre de Maruja. Teresa se disculpa, está cercana, amable y luego le dice esa frase que el pijo aparte no entiende. Le dice todos estamos con usted.
Y luego les deja ahí. Maruja le dice que Teresa es muy buena. Y que sale a menudo con chicos estrafalarios y existencialistas, cuando en octubre del 56 se producen manifestaciones de estudiantes en la universidad. Teresa está en el centro, junto con su amigo Luis Trías de Giralt. Tal vez es entonces cuando en la mente del pijo aparte se va formando esa imagen de la rubia que se codea con gente baja y presiente algo manifiestamente descarado. Lúbrico y, en consecuencia, accesible para él.
Vulnerable en algún punto. Un día, caminando por el barrio, ven el Florit de Teresa parado frente a un pequeño portal mientras se iban acercando al automóvil. Se oía cada vez más fuerte un ruido de máquinas que latía como un enorme pulso tras la interminable pared. Un rumor sordo de fábrica. Manolo aflojó el paso y le ordenó a Maruja que se callara al pasar sin detenerse. Volvió la cabeza y miró al interior del portal. Teresa Serrat estaba allí, en las sombras, apoyada en la pared, con un desfallecido gesto de entrega y abrazada a un muchacho, el desconocido, que se hallaba de espaldas y llevaba el pelo muy largo en la nuca y un jersey rojo de cuello cerrado.
La besaba con esa falta de alegría en los gestos que revé la inexperiencia amorosa y torpeza. Parecía debatirse, no ya con ella, sino consigo mismo, con su propia sombra. Teresa se dejaba besar. Siguen caminando en silencio cuando de pronto se produce en la mente de Manolo. Acaso por primera vez en todo el tiempo que lleva viviendo en la ciudad, algo que él identifica como la luz, no es más que un rápido engarce, una intuición que conforma, a partir de ese día, su concepto de Teresa Serrat y de su mundo personal.
En medio de la decepción de pensar que Teresa Serrat es una caprichosa que le gusta caer en brazos de chulos de barrio por pura calentura, en su cabeza bulle un revoltijo de extrañas posibilidades. En verano, los Serrat vuelven a trasladarse a su villa, cerca de Blanes, con la servidumbre, y Manolo reanuda sus visitas nocturnas al cuarto de la criada, siempre en motocicleta, siempre robada en el mismo momento de partir. Como todos los años, al llegar el verano captaba de una manera particularmente aguda la vasta neurosis colectiva de felicidad y el áureo prestigio del dinero que se esparce por las parcelas más privadas de esta costa mediterránea, como una miel dorada que flota en medio del estallido del sol, como un germen de verdadera vida, y que algunas noches, especialmente cálidas y sin fin, se introduce en la sangre como un alcohol.
Lo que él buscaba realmente en los brazos de Maruja. Era todo lo que ella traía consigo al lecho al bajar de las terrazas iluminadas o de los grandes salones ya sumidos en el silencio nocturno. Una vez terminado su trabajo y cuando ya los invitados se habían ido o dormían. Una noche, cuando llega de la villa, muy silenciosa, a medianoche, Maruja aún no ha bajado. Él la espera en su habitación, en su cama. De pronto hay un coche llegando y un poco después aparece Maruja, vestida sin uniforme y con cara de cansada.
Parece feliz. Le cuenta que Teresa la ha llevado en la lancha con su amigo Luis, que le ha regalado unos pantalones y unas sandalias y que luego han ido a bailar. Manolo nota que está ardiendo, pero ella dice que sólo se encuentra cansada y con sueño. Se expresa con cierta dificultad. Está más guapa que nunca y al final le dice que les han dejado solos. Eso enciende a Manolo, que empieza a pedir a Maruja que le enseñe toda la casa.
Ella no quiere, pero el pijo aparte insiste. Ella teme que Manolo quiera robar. Ella está muy rara. Dice incoherencias. Llora constantemente, pero termina accediendo. Recorren la casa, el salón y al final Manolo le pregunta a Maruja dónde está la habitación de la señora. Entonces ella dice que no, que eso sí, que no, que ni de broma.
Y luego empieza a temblar, vuelve a llorar y todo degenera en una especie de ataque de nervios. Manolo la lleva a su cuarto, la tiende en la cama y procura tranquilizarla con mimos y caricias. Pero todo es inútil.
Su piel arde como una brasa. De pronto se sobresalto en los besos de ella, parecía como si anidad ese algo que se debatía y pugnaba por expresarse y aquel indecible y casi metálico sabor de alarma de sus labios y la sombra de una desgracia inminente que nunca había dejado de nublar sus ojos enfermos, apareció repentinamente y le arrebató a la muchacha de los brazos como un huracán, sin darle tiempo siquiera a comprender lo que pasaba.
Se había deslizado suavemente entre sus piernas cuando de pronto los brazos de Maruja resbalaron de su cuello y cayeron sobre el lecho como pesados leños, al tiempo que él notaba las fuerzas escaparse por todos los poros de aquel cuerpo.
Un estremecimiento sacude todo el cuerpo de Maruja y pierde el sentido en brazos de Manolo, con la cabeza caída hacia atrás, como una muñeca de trapos y arena desarticulada.
A Manolo le parece que Maruja está muerta.
Piensa en darle agua, pero ya el pánico se ha apoderado completamente de él. Se viste apresuradamente y desde la ventana antes de saltar. Mira a Maruja por última vez. Luego echa a correr buscando su moto. Tuvo que darle al pedal tres veces. Manejaba el embrague con mano torpe y temblorosa y se le calaba el motor esplendorosa. Guzzi estornudó y eructó durante un rato y luego se quedó exhausta. Es un miserable chaval, se dijo a la tercera en medio de un ruido infernal.
La motocicleta se le disparó debajo de las piernas y él fue arrastrado como un pelele. Después se afirmó sobre el sillín y se alejó a toda velocidad, dando tumbos despavorido.
Según Pere Gimferrer, la novela se nos impone ante todo, no por su justeza satírica y por su precisión social y moral, sino por el valor transfigurado de las imágenes. El léxico y la cadencia sonora. La transfiguración desemboca en la piedad +6. Duro a veces, pero nunca cruel. La compasión, la piedad. Están en su mismo lenguaje y por eso en sus novelas no hay ni rencor, ni condena, ni tampoco auto engaño, sino metamorfosis lírica.
Los personajes se convierten en arquetipos poéticos sin perder su condición de arquetipo social. Y el tema último es la belleza y la búsqueda de belleza.
Aquella tarde había ocurrido un incidente al que nadie dio importancia. Maruja había ido a cambiarse para ponerse las sandalias que le regaló Teresa y al ir corriendo hacia la lancha donde la esperaban, tropezó. Luis y Teresa vieron perfectamente la caída de la muchacha como a cámara lenta, y oyeron claramente el golpe de su cabeza. En el último peldaño de la escalera de piedra, Maruja se quedó tendida unos segundos. Una inmovilidad alarmante. El tiempo justo de que llegara Luis hasta ella.
Y luego se incorporó precipitadamente. Se reía avergonzada, frotándose la cabeza la pobre. Pero nadie cambió sus planes. Tekla. La vieja cocinera descubre a Maruja inconsciente en la cama cuando va a despertarla. Extrañada por su tardanza. Teresa, llena de angustia y de vagos remordimientos, la mete en su coche y con la ayuda de su padre, Oriol Serrat, la internan en una clínica privada donde una enfermera está con ella constantemente. Está muy grave. No recobra el conocimiento y sólo pronuncia palabras de vez en cuando.
Palabras sin sentido en un susurro. Teresa pasa las noches sentada en una butaca junto a la cabecera de su amiga. A ratos, en medio del sopor, Maruja gime débilmente y pronuncia el nombre de Manolo. Teresa, entonces, decide ir a buscarle. Conducía el Florit hacia la cumbre del Carmelo, lentamente, improvisando sobre la marcha una agradable y vaga personalidad de incógnito. Los rubios cabellos sujetos con el pañuelo rojo y los ojos azules escudados tras las gafas de sol.
Siguió hasta lo alto del Carmelo y sólo cuando frenó casualmente muy cerca del taller de bicicletas y vio los chiquillos jugando semidesnudos y algunos mirones que se acercaban. Comprendió que, para empezar, debía haber dejado el coche abajo y subir a pie para no llamar la atención. Le pregunta a un niño si conoce a un tal Manolo y extrañamente el niño le dice que sí, que está en la fuente y le lleva hasta allí. Y ahí está Manolo, con la nuca bajo el chorro y su torso desnudo.
Mira a Teresa y piensa que Maruja está muerta. Sin embargo, cuando Teresa le dice que le trae malas noticias de Maruja, él niega conocerla y niega que tenga novia incluso. Teresa dice que lo comprende, pero que no tiene nada que temer. En ese mismo tono que le dijo una vez Todos estamos con usted y le dice que lo sabe todo. Luego le cuenta lo que ha pasado y el pijo aparte se pone el Nikky negro de manga muy corta, con una rosa de los vientos estampada en el pecho.
Y cuando Teresa le dice que si quiere verla, él dice que sí. Todo el barrio está pendiente. Y a esas alturas de Manolo y de Teresa, y por eso a él le molesta no cerrar bien la puerta del coche cuando se sube. Cuando se ponen en marcha, los niños corren tras él hasta la primera revuelta de la carretera. Al entrar en la habitación, la enfermera salió diciendo que tenía que hacer unas llamadas telefónicas y ver a Maruja postrada tan pálida.
Se impresionó mucho más de lo que había supuesto. Un delgado tubo de goma le salía de la nariz. Quedaba sujeto a su frente con una tira de esparadrapo y caía sobre la almohada con una pinza en la punta precisa, no sólo muerta, sino maltratada, ultrajada y luego olvidada, como si ya llevara años allí. Manolo se sienta en una silla con la mano de Maruja entre las suyas, acariciándola. Un ardor le sube por el pecho. Entonces nota la mano de Teresa en su hombro y ante el temor de que la ternura o la compasión acaben por jugarle una mala pasada.
Concentra su impulso vital reprimido durante tres días a causa del miedo y los remordimientos. En un arrebato de indignación. Y se vuelve contra Teresa. Que ve en su cara la resolución que precede a las peleas de golfos. La agarra del brazo y la empuja con el rostro a menos de un palmo del de ella. Y le pregunta por qué no han hecho algo. Por qué no le han avisado? Por qué la querían la lancha? Ella le dice que la está haciendo daño.
Está tan fascinada como asustada. Le pide que se calme, que la suelte. Y ya rendida, sin fuerzas. Apoya la cabeza en el pecho del muchacho cuando de pronto se abre la puerta del cuarto de estar y aparece la enfermera. Ellos se sueltan precipitadamente al golpear la celosía. Manolo se ha hecho un corte en la mano que le cura a la enfermera. El pijo aparte, termina pidiendo perdón a Teresa y se van juntos.
Sé que no es el momento dijo Teresa. Y además no nos conocemos mucho, pero quisiera hablarte de algo. Te llevo al Carmelo, puso el motor en marcha y luego le miró. Se trata de Maruja y de ti. Manolo se sentó a su lado. Esta vez cerró la puerta con seguridad y firmeza. Iba a decir algo, pero ella se le adelantó. No, no me refiero a vuestras citas en la villa. Él la miró de reojo, sorprendida.
Estoy enterada. Hace mucho tiempo que lo descubrí. Pero tranquilízate, en casa no lo sabe nadie más que yo. No me refiero al otro.
Lo otro, ya sabes, el murciano no sabía, pero tenía buen olfato para el peligro. Otro día propuso Si no te importa, hablaremos de eso otro día.
El coche arrancó con una brusca sacudida.
Teresa decide no moverse del lado de Maruja y no ir a Blanes. Y Manolo va a la clínica todos los días a las cinco de la tarde. Silencioso y digno al verle entrar. Teresa todos los días cierra el libro y no pierde detalle de lo que hace. Una semana después, el afligido novio se presenta con un magnífico traje gris perla nuevo, de corte perfecto. Teresa no puede apartar los ojos de él. Se inquieta sin saber por qué. Al día siguiente salen juntos de la clínica y como es temprano, le propone a Teresa hacer un alto en el camino para tomar un refresco.
No parece que ella tenga mucho interés, pero tampoco dice que no. Ella propone un bar en el Monte Carmelo, pero él dice que allí no tienen nada que valga la pena. Y le propone el Tíbet al pie del Carmelo. Allí Teresa vuelve a sacar el mismo tema. Le dice de nuevo que quiere hablarle de algo importante. Pero Manolo vuelve a hacerse el longuis y no sabe muy bien a qué se refiere. Aunque se da cuenta de que Teresa es más sensible a lo que oye que a lo que ve.
Teresa busca no exactamente el sentido de las palabras, sino lo que flota debajo o en torno a ellas. Una corriente de fondo o un tejido sutil de ideas y emociones que ella misma, sin saberlo, va trenzando con sus preguntas. Busca un acorde que irá creciendo, expresándose en el aire, en medio de los dos, en el pequeño espacio cada vez más pequeño que le separa por encima de la mesa y que acabará envolviendo sus cabezas como una nubecilla invisible.
Hace muchas preguntas, pero son puramente sensitivas. Buscan no la verdad, sino más bien un clima ideal para la verdad. No obedecen a un deseo de saber, sino a un cordial deseo de confirmación. Por qué? Teresa Serrat ya sabe, ya tiene su idea y su dulce veredicto sobre la vida de un joven como éste. Los primeros pasos son confusos, un vacilante roce de caderas durante cortos paseos al atardecer. Todo empieza una calurosa tarde del mes de julio en que deciden salir de la clínica más temprano que otras veces.
Las tardes en la clínica son largas y en pleno verano, y viendo que Maruja no mejora y empiezan a hacer planes juntos. Teresa le lleva al Carmelo en su coche y paran en algún bar para tomar un refresco. Navegan un poco a la deriva por las Ramblas y el Barrio Chino y el círculo se va abriendo desde los paseos alrededor de la clínica hasta abarcar toda la ciudad. Teresa es una conversadora infatigable y compleja y al pijo aparte le molesta que vaya de intelectual.
Pero espera echar paulatinamente, lejos de sí, a la complicada universitaria amiga de discusiones bizantinas para quedarse solamente con la alegre y encantadora muchacha de dieciocho años que gusta de pasear las tardes con él y se divierte con cualquier pretexto. Manolo le propone un día ir a la playa y Teresa propone pasar por su casa para buscar un bañador para él. Cuando pijo aparte, ve a Teresa caminando despacio, semidesnuda y confiada, siente que es suya y a la vez cree que no puede ser, que pronto se cansará de él.
Viene con una sonrisa luminosa y se deja caer lentamente a su lado, doblando las rodillas. Manolo necesita encontrar un trabajo y piensa que a lo mejor el padre de Teresa le podría ayudar, pero no se atreve a pedírselo. En un momento dado la coge del cuello e intenta besarla, pero ella se aparta sorprendida y le dice que sabía que pasaría eso y que aunque la bese, se olvide de acostarse con ella. Y recuerda Maruja antes de alejarse hacia la orilla.
Al volver se vuelve a atender junto a Manolo. El muchacho repentinamente la cogió por los hombros y la tendió de espaldas, sin brusquedades, pero con autoridad, mirándose en sus ojos profundos como el mar. Al mismo tiempo que murmuraba entre dientes algo que ella no entendió, le pareció, sin embargo, que se trataba de una de esas oscuras maldiciones dictadas por la virilidad en pleno vigor, la mismísima voz del sexo abriéndose paso entre remilgos y estrecheces de burguesía, preocupada como estaba por el rápido descenso de la cabeza de él que cubría ya por completo el sol.
Podía, en verdad, volver el rostro a derecha o a izquierda, como un día hizo con sus ideas.
Si hubiese dicho de tener tiempo para alguna reflexión, pero no lo hizo y dejó que él la besara.
Y deja que él tome la iniciativa sin preocuparse si les ven y le permite que meta las manos bajo su bikini. No puede evitar añadir furtivamente unos grados más de abertura al ángulo de sus piernas. Pero en ese instante llegan dos hombres y se separan las manos de ambos. Coinciden sobre el paquete de cigarrillos y se echan a reír. Como cuenta servidora últimas tardes con Teresa no pasó la censura, que la considero inmoral, con un argumento en el que se hacen numerosas referencias políticas de carácter izquierdista +6 escribió a Carlos Robles Piquer, quien le manifestó su apoyo, aunque no pudo evitar un segundo informe desfavorable.
El mismo Marsé era considerado un autor marxista. Decía Marsé Lo más sorprendente fue quizás que no me tira el mano en los capítulos de los que se incluían las cargas policiales durante las manifestaciones del 56 y del 57, limitándose a consideraciones de orden sexual o moral. Entre las sugerencias cambiar pechos por senos, suprimir el fino bigotito del alférez provisional para no ofender al ejército o sustituir el término muslos por un neologismo inventado por el escritor.
El pijo aparte sobrevive de mala manera. Ahora que sale a menudo y que siempre quiere pagar. Él pide a su cuñada que le preste algo a Bernardo o que lleva una vida miserable y al final va a haber a Cardenal, el mafioso local, para colocarle alguna moto robada, y le ayuda finalmente su sobrina Hortensia, que está secretamente enamorada de él. Una noche decide dar un palo, robar un bolso a una señora y con lo que saca poco más de 150 pesetas, puede tirar apenas un día más.
Teresa quiere presentarle a sus amigos. Manolo comprende que las cosas se van a complicar y más cuando Teresa se encuentra un día una amiga a la que no le presenta y con la que cuchichea delante de él. No podía oír lo que decían, pero sabía que hablaban en catalán. Lo deducía por los graciosos morritos que ponía ahora Teresa había aprendido a leer en ellos y eso y las risas cada vez más desatadas, bastaba para inquietarle confirmando sus sospechas. El viento le trajo la terrible palabra charnego pronunciada por la amiga de Teresa.
Y luego su risa, aquel temible y sesudo sarcasmo catalán, estaba de nuevo aquí, recelando, encarnado en esta chica alegre. Qué misterio! Su sonrisa como una amenaza. Los amigos de Teresa son, según ella, estudiantes de izquierdas. Frecuentan el bar San Germán de F.G. En el barrio Chino. Teresa teme alguna impertinencia de Luis Trias o los alardes dialécticos del grupo. No sabe si debe explicarles que Manolo es un obrero o un hombre con otros problemas, pero confía en Manolo en su natural poder de seducción, en su indiferencia mineral.
Aún así, pactan que en cuanto Manolo quiera se van. Con el tiempo unos quedarían como farsantes y otros como víctimas. La mayoría como imbéciles o como niños, pero algunos como sensato, generoso y hasta premiado con futuro político. Y todos como lo que eran señoritos de mierda.
Y los estudiantes se comportan como lo que son, fríen a preguntas a Manolo, divagan, beben, hablan de política, de teoría política, pero de pronto hablan de algo concreto. Tienen que imprimir un folleto y entonces el pijo aparte, como si ya se le hubiera ocurrido antes, se frota el cuello, ladeando la cabeza con aire pensativo. Teresa adora ese gesto y dice con una voz natural, más bien cansada Que se lo den, que él se encarga.
Cuando le preguntan cómo lo va a hacer, suelta el nombre de Bernardo como si fuera un nombre en clave.
Al salir del bar fue cuando ocurrió lo que él había temido en un principio. Si bien ahora ya no le importaban las causas que iban a provocar el lamentable incidente, nunca llegarían a conocerse con exactitud. Pero las que Ricardo Borrell deduciría más tarde obtendrían la aprobación general, según él. Al salir del bar, Luis Trías le había preguntado al murciano si ya se acostaba con Teresa y el pobre chico interpretando aquello como una ofensa. Teresa, no olvidemos que los obreros son muy sanos en este sentido.
Quiero decir que todavía tienen ese ridículo sentido del honor. De todo hacen una cuestión personal aclaró. Borrell se sintió obligado a sacudirle una bofetada. Luis Trías Manolo decide que al hablar de Bernardo siempre lo hará con estilo misterioso. El resultado es que Bernardo se ha convertido en otro prestigioso dirigente clandestino, depositario inaccesible e impenetrable de los mayores secretos. Una noche que Teresa acompaña a Manolo hasta lo alto del Carmelo, al despedirse, le propone dar una vuelta por el barrio.
Él al principio se niega, pero luego accede. Hay niñas jugando en las calles, vecinos que miran el bar Delicias. Luego bajan al parque del Guinardó y Teresa se recuesta en la hierba. Allí se besan y se acarician. Pero el pijo aparte sigue teniendo dudas y no quiere hacerlo así, ni quiere hacerlo todavía. No quiere ser solo el amante de un rato. Teresa se levanta y le abraza. Le propone tomarse un carajillo en el delicioso. Y sale corriendo de pronto Manolo hoy a Teresa gritar.
Un hombre escondido la ha asustado. Teresa le dice que debe ser un loco porque llevaba todo desabrochado y se lo mostraba. Es su amigo Bernardo, borracho, con barba de tres días. Manolo se ensaña con él y la golpea sin piedad mientras le insulta y mientras le increpa. Por supuesto, se guardó mucho de decirle que este guiñapo calenturiento era el famoso Bernardo, el otro héroe anónimo del Carmelo. Pero de nada le iba a servir, porque cuando regresaban al coche la muchacha quiso tomar una copa en el bar Delicias, aunque ya sin aquel entusiasmo de antes, alegando que la necesitaba para que se le pasara el susto cuando Manolo se dio cuenta y quiso evitarlo.
Teresa ya se colaba dentro y allí estaba Bernardo, en una mesa del rincón, todavía jadeando, sangrando por la nariz y quieto como una rata asustada. Es posible que Teresa nunca hubiese llegado a sospechar la verdad de no encontrarse allí.
El hermano de Manolo, el hermano de Manolo, se acerca a ellos. Manolo no tiene más remedio que presentar a Teresa. Y entonces el hermano dice que parece que esta noche han zurrado bien a Bernardo. Teresa Mira, Manolo, pero en los ojos negros de su amigo ya no ve más que adoración, ningún secreto, poder, ningún heróicos supuesto de peligros, ningún otro sentimiento que no sea aquella adoración por ella. Y entonces es consciente de que el Monte Carmelo no es el Monte Carmelo.
El hermano de Manolo no se dedica a la compraventa de coches, sino que es mecánico y que allí no hay ninguna conciencia obrera, y que Bernardo es un producto de su propia fantasía revolucionaria, como el mismo Manolo. Entonces sale del bar Delicias precipitadamente y se dirige a su coche con aire de dignidad ofendida. Manolo le dice que ha intentado muchas veces explicarle la verdad, cómo es el barrio y ella le dice que es un farsante.
Teresa se volvió y le miró a los ojos fijamente. Con dureza se oía el chirrido de los grillos a ambos lados de la carretera. Manolo sostuvo la mirada azul de la muchacha. La adoraba en este momento más que nunca.
Le pareció que en cuestión de minutos, Teresa se había hecho una mujer, una mujer adulta, que lo mismo podía hundirle un puñal en el pecho que hacerle un sitio en su cama y en su vida para siempre. Considero, y si le hablara claro de una vez? Ahora, aquí mismo, y si le confesara que no soy nada ni nadie, un pelado sin empleo, un jodido ratero de suburbio, sinvergüenza enamorado. Pero Teresa sólo le pregunta por la multicopista y los impresos que se comprometió a entregar.
Manolo se pasa la mano por los cabellos, olvidado por completo aquel extraño compromiso, contraído un tanto irreflexivamente y ahora no se le ocurre nada. Teresa le pide que se baje del coche antes de arrancar.
Manolo le dice que lo hará mañana y que ella le acompañará. Teresa le clava una última y triste mirada y el coche arranca bruscamente con aquel zumbido juvenil y alocado que siempre hacía estremecer la piel del murciano.
Como señala Manuel Vázquez Montalbán cuando apareció la novela, provocó un cierto malestar en los sectores intelectuales comprometidos. El juicio de pijo aparte Marsé sobre aquellas promociones críticas no podía ser menos benévolo. La novela toma partido e inculca al lector el punto de vista de su personaje y pretexto pijo aparte, el charnego marginal que relaciona y sanciona dos territorios sociales en los que el bien y el mal se atienen a dos códigos diferentes de supervivencia. Está muy presente el tema de la instrumentalización social y de la relación desigual entre el desclasado por ideas y el mal clausurado de nacimiento.
Y cómo esa relación se complica cuando interviene el amor a la mañana siguiente.
Manolo se mete en la boca del lobo por tratar de conseguir las copias y pide ayuda a quien no debe. Pide a Teresa que le espera en el coche y sube hasta una azotea donde le piden cuentas de otras cosas, de otras deudas y donde le insultan y donde terminan pegándole una paliza tremenda mientras Teresa lo ve todo agazapada tras la puerta. Todos se abalanzaron sobre él haciendo un supremo esfuerzo, torciendo violentamente el cuello sudoroso y vigoroso. Volvió la cabeza hacia ella y Riton Teresa con una voz que desgarraba el alma.
Ella creyó morir. Sollozando, seguía empujando la puerta en vano. Le pareció que transcurrían años y cuando al fin consiguió salir al terrado y corrió hacia él. Ya le habían dejado. Yacía boca abajo junto al transistor que ofrecía melodías solicitadas. Su aparición repentina sorprendió a todos y se apartaron apresurándose a recoger sus cosas. Teresa ni les miró. Sólo había gritado Dejadle! Dejadle ya arrojándose sobre él. Y entonces él, ensangrentado, le confiesa que está sin trabajo y ella le dice mientras le abraza tumbada en el suelo con él, que no le importa nada, y él le jura que la quiere y que será para ella lo que diga, que se convertirá en lo que desee porque la quiere más que a nada en el mundo.
Y ella siente que el último fantasma huye al fin de su cabeza y que su tierno y audaz amigo está tan solo y perdido como ella. Una semana después, la única señal visible de la pelea en la azotea es una diminuta cicatriz en la ceja del pijo aparte. Para ella, el lento deterioro del mito trae sus delicias a pesar de todo, porque B toca y luego cree. Teresa organiza un encuentro con unos amigos suyos, los vori, que prometen darle un trabajo a Manolo.
Esa noche Teresa le pide que se quede con ella y determinados ya a abandonarse a lo que la noche le reserve, prolongan su deseo cuanto pueden en la misma calle, en fiestas donde han estado antes y se abrazan y bailan y al fin llegan a casa de Teresa y en enseguida suena el teléfono. Son los vori que llaman para decir a Teresa que les ha encantado Manolo y que creen que el trabajo es suyo. Su mano, librándose por fin del cable del teléfono, se posó en el hombro de ella y bajo un tirante del vestido.
Luego el otro. Ella le tendió la boca abierta y se abandonó completamente en sus brazos, separando los muslos y disponiéndose a resbalar hasta el suelo. Manolo la sostuvo ligeramente inclinado, aceptando con una reflexiva ternura el ofrecimiento de la muchacha de alguna extraña manera. La virginidad de Teresa había sido para él. Hasta ahora la mayor garantía de poder realizar la anhelada inserción en las castas doradas y en las altas categorías de la dignidad y del trabajo. Y ahora que acababa de merecer su confianza y la de sus amigos.
Ahora que se amaban los dos con toda el alma. Ya nada le impedía hacer suya a Teresa, pero de pronto vuelve a sonar el teléfono. La luz del vestíbulo se enciende y aparece la vieja criada Vicenta, con su bata color morado, mirándoles con asombro y reproche. La llamada es de la clínica Maruja muerto. El entierro fue íntimo y rápido a casa. Tal vez de la lluvia, la honda preocupación y hasta la alarma que Teresa ve en su madre es muestra de que sabe algo o de qué ha hablado ya con Vicenta.
Su padre se muestra frío y distante, mirando de vez en cuando a la pareja formada por Teresa y Manolo. Cuando Manolo le da la mano a Teresa, mientras el obrero tapial nicho, ella se echa a llorar. No ha podido hacerlo antes. Llora unas lágrimas calientes y abundantes desconsoladamente. Llora por su amiga y también por ella misma y por Manolo, por cierta confusa idea de culpa. Y este agravio del destino. Este repentino regreso al fango, al tiempo gris y a la lluvia al día siguiente por la tarde.
Teresa. No con precio.
Habían quedado en que ella le recogería con el coche a las cuatro y media en la plaza de sepso. Cuando ya pasaban de las cinco. Manolo llamó por teléfono a casa de Teresa. Pero no contestó nadie. Por la noche repitió la llamada varias veces desde el bar Delicias y siempre con el mismo resultado. Entonces se acordó de los Vori. Tampoco estaban en casa. Se dijo que probablemente cenaban fuera. A la mañana siguiente llamó de nuevo a Teresa. Nadie en casa.
El pijo aparte se pone muy nervioso. Aquella tarde se acerca por la Torre de los Serrat en la Vía Augusta por la noche, y llama de nuevo a los Vori. Recorre la ciudad viendo por todas partes pelos rubios o pañuelos que confunde con Teresa.
Va a todos los bares en los que estuvieron juntos y en uno de ellos, Teresa ha dejado una nota para él diciendo que sale para Blanes y que no haga nada sin antes haber recibido noticias suyas y que le quiere. Y al día siguiente, por la tarde, recibió una carta en el bar Delicias.
Empiezo a llamandole llamándole amor mío. Es una carta llena de amor en la que Teresa le dice que se ha dado cuenta de que le quiere, de lo que le necesita. Le habla del problema de sus padres y reflexiona sobre su amor. Hace planes, se confiesa. Hoy, por lo que a mi respecta, Manolo, el amor ha reemplazado a la solidaridad. Aquí aparecía la única tachadura, la palabra solidaridad. No debió convencerla una vez escrita y la tachó, pero sin duda, al no encontrar el equivalente deseado, había vuelto a escribirla.
O mejor dicho, la ha puesto en el lugar de mi corazón que le corresponde un lugar también preferente porque amo a mi país. Pero Olímpia, ya de conjuros, de romanticismo ideológico y de tontería. Y perdona este galimatías, cariño. Pero es que me hace mucho bien poner en orden mis ideas. Añadía que, por otra parte, se pasaba las horas en su cuarto, aburrida, leyendo, mirando el mar desde la terraza. Qué fastidioso! Qué absurdo me resulta todo sin tu presencia.
Si supieras cuánto te necesito. Si pudiera verte, hablarte de lo que siento en estos momentos, tenerte a mi lado, aunque sólo fuera un instante loco de alegría.
Manolo, decidí ir a ver a Teresa esa misma noche. No tiene dinero. Tiene que robar otra moto. Se sube a la primera que ve sola en el barrio y vuela hacia Blanes. Por el camino va soñando con el encuentro, con el futuro. Al fin, con el adiós a su barrio. Pero nada más salir de Barcelona, dos Sanglas de la policía le paran y le piden la documentación. Sospechó ya entonces que lo más humillante, lo más desconsolador y doloroso no sería el ir a parar algún día a la cárcel o tener que renunciar a Teresa, sino la brutal convicción de que hoy nadie, ni aún los que le habían visto besar a Teresa con la mayor ternura, podría tomarle nunca en serio ni creerle, capaz de haberla amado de verdad y de haber sido correspondido.
Quizá por eso ahora se entregaba sin resistencia, juntando instintivamente como un ciego las muñecas. Sale de la cárcel dos años después. Camina por una Barcelona distinta, llena de turistas. Lleva una camisa blanca sin cuello y estrecha, con los puños cerrados más arriba de las muñecas. Zapatillas de basket sin cordones y tejanos descoloridos por los lavados. Además, lleva un corte de pelo brutal e ignominioso que evoca el oscuro régimen disciplinario. De pronto se encuentra con el Barsa.
Es Hagman y decide entrar y pedir una cerveza. Y allí, como si no se hubiera movido. Desde entonces, está Luis Trías de Giralt con su amigo Filippo, que le saluda y le dice si se acuerda de él. Le dice que ya sabe que ha estado en la cárcel y le cuenta que Teresa, al enterarse, se rio y así supo lo que quería o lo que ella no se atrevía a preguntar. Cómo Teresa, primeros de aquel mes de octubre, extrañada por su silencio, fue personalmente al Monte Carmelo y se enteró de su detención.
Como estuvo un tiempo sin querer ver a nadie, excepto un primo suyo madrileño, con el cual entonces salía a menudo como meses después, se lo contó todo al propio Luis en el bar de la facultad, riéndose y sin dar con las palabras. Igual que si se tratara de un chiste viejo y casi olvidado, pero sumamente gracioso como aquel mismo invierno se supo en ciertos medios universitarios que Teresa se había desembarazado al fin de su virginidad. Y como al año siguiente terminó brillantemente la carrera, iniciando en seguida una gran amistad con Maricarmen Vori, en compañía de la cual frecuentaba ahora ciertos intelectuales que él, Luis Trías, ya no podía soportar.
El rostro del murciano no acusa ninguna de estas noticias, como si sólo hubiera buscado una confirmación, como si lo hubiera sabido desde el primer momento, desde la primera noche que estuvo con Teresa y dando media vuelta con las manos en los bolsillos. El pijo aparte salió de allí. Y así les hemos contado últimas tardes con Teresa de Juan Marsé. Hemos seguido la edición de Seix Barral, conmemorativa del 50 aniversario de su publicación con prólogos de Pere Gimferrer, Manuel Vázquez Montalbán y el propio Juan Marsé, de los que hemos citado varios fragmentos y que contiene un epílogo muy interesante sobre la censura que tuvo que pasar la novela.
También hemos seguido la edición de Debolsillo, que contiene una guía didáctica de Mateo de Paz que hemos citado. Gracias por estar ahí. Y gracias por leer un libro.
Una hora en la Cadena Ser, un programa escrito y dirigido por Antonio Martínez Asensio con la voz de Eugenio Barona y la participación de Olga Hernán Gómez. Realización de Mariano Revilla. Edición y montaje de sonido de Pablo Arévalo.