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Hoy en día cualquiera puede hacer un podcast, pero no cualquier podcast. Elemental, querido Watson, ya está aquí ser podcast, toda la calidad y la experiencia del líder de la radio. Ahora en versión Take Away, bienvenidos a la Liga de los Podcast Extraordinarios. Encuéntranos en la nueva app de la cadena Ser en ser podcast puntocom o en tu plataforma favorita Ser Podcast donde nacen, crecen y se reproducen los podcast más escuchados.

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Cadena Ser La Radio. Un libro Una hora, dirigido por Antonio Martínez Asensio. Bienvenidos una semana más a un libro. Una hora. Hoy vamos a contarles Insolación de Emilia Pardo Bazán. Emilia Pardo Bazán nació en La Coruña en 1851. Era una mujer interesantísima, moderna, rompedora, inteligente. Colaboró con revistas y periódicos.

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Redactó ensayos, artículos, crónicas de viaje, cuentos y novelas. En una carrera literaria realmente prolífica hasta su muerte, el 12 de mayo de 1921, de la que este año se conmemora el Centenario, publicó Insolación en 1889. Es una novela que habla del deseo femenino en el siglo XIX y de cómo las convenciones sociales se interponían ya en el camino de las mujeres. Es una obra divertidísima, muy moderna, profundamente castiza y de esencia feminista. Vamos allá.

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La primera señal por donde asista Bobadas se hizo cargo de que había salido de los limbos del sueño. Fue un dolor como si le barrenos en las sienes, de parte a parte, con un barreno finísimo. Luego le pareció que las raíces del pelo se le convertían en millares de puntas de aguja y se le clavaban en el cráneo. También notó que la boca estaba pegajosa, ya amarga y seca, la lengua hecha un pedazo de esparto. Las mejillas ardían, latían desaforadamente las arterias y el cuerpo declaraba a gritos que si era ya hora muy razonable de saltar de cama, no estaba él para valentías tales.

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Así comienza Insolación con asíse Taboada, marquesa viuda de Andrade, despertándose con una muy buena resaca, tira del cordón de la campanilla y entra la doncella Ángela por mal nombre diabla que entreabre las maderas del cuarto tocador, lo que hace protestar de nuevo Assis, la diabla, que es una chica de espabilada, lista como una pimienta, una luz que no le cede el paso a la andaluza más ladina, le trae una tila y le pregunta a su señora si no tendrá un soleado.

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Y así es. Contesta que sí, que eso será así. Al quedarse sola se acurruca como una concha bajo la tela y poco a poco se va encontrando mejor de cuerpo. Pero y el alma? Que procesion le anda por dentro a la señora? Porque si hay una hora del día en que la conciencia goza todos sus fueros, esa es la del despertar. Es la cama, una especie de celda donde se medita y hace examen de conciencia. Así se pregunta si es de verdad, si le ha pasado eso o lo ha soñado.

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Pero bien sabe ella que si tú has sido hasta la presente una señora intachable, bien una perfecta viuda, conformes, te has llevado en peso tus dos añitos de luto. A pesar de tu genio animado y tu afición a las diversiones en 24 meses no se te ha visto el pelo sino en la iglesia o en casa de tus amigas íntimas. Convenido. Has consagrado largas horas al cuidado de tu niña y eres madre cariñosa. Nadie lo niega. Te has propuesto siempre portarte como una señora, disfrutar de tu posición y tu independencia, no meterte en líos ni hacer contrabando.

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Lo reconozco. Pero qué quieres, mujer? Te descuidaste un minuto? Incurrió éste en una chiquillada, porque fue una chiquillada, pero chiquillada del género atroz. Convéncete de ello. Y por cuanto viene el demonio y la enreda y te encuentras de patitas en la gran trapisonda, no andemos consol por aquí y calor por allá. Disculpas de mal pagador. Te falta hasta la excusa vulgar, la del cariñito y la pasión, filla. Nada, chica, nada.

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Un pecado gordo, en frío, sin circunstancias atenuantes y con ribetes de desliz chabacano.

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Te luciste. Pocos críticos contemporáneos supieron prescindir de adherencias extra literarias al valorar insolación, considerada en su día una especie de osado divertimento. En cambio, el paso del tiempo ha colocado esta obra menor entre las más destacadas de su autora. Varios son los motivos y quizás sean extra literarios, precisamente los dos principales el tema que sí podemos calificar de feminista y el enfoque mucho más próximo a la sensibilidad actual que a la de entonces. Emilia Pardo Bazán, con maestría, supo utilizar en proporciones justas los ingredientes narrativos de que disponía, incluso adelantándose en ciertos procedimientos hasta conseguir un producto redondo, aparentemente ligero, pero con las suficientes capas de profundidad como para dar pie a más de una lectura.

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Una seductora levedad formal envuelve el cuidado y equilibrio de su estructura y una aguda capacidad de observación y de análisis hacen que atraiga hoy tanto como en su momento sorprendió y hasta escandalizó. Ante estos argumentos mengua la acción bienhechora de la tila y así va experimentando otra vez un terrible desasosiego. Arde la cama y también el cuerpo de la culpable. Así que salta de la cama y empieza a asearse. Piensa que le vendría bien confesarse, pero que bueno se pondría el padre Bordeaux.

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Así que en la penumbra del dormitorio compone mentalmente el relato de lo que pasó y empieza a recordarlo desde la charla que tuvo anteayer en la tertulia semanal de la Duquesa de Sahagún, que también frecuenta el comandante de artillería don Gabriel Pardo de la Lage, paisano de Asís y cumplido caballero.

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Pues anteayer, para venir al asunto, estuvo el comandante desde los primeros momentos, muy decidor y muy alborotado, haciéndonos reír con sus manías. Le sopló la ventolera de sostener una vulgaridad. Que España es un país tan salvaje como el África central, que todos tenemos sangre africana, beduina, árabe. Qué sé yo. Y que todas esas músicas de ferrocarriles, telégrafos, fábricas, escuelas, ateneos, libertad política y periódicos son en nosotros postizas y como pegadas con goma, por lo cual están siempre despegándose, mientras lo verdaderamente nacional y genuino, la barbarie subsiste prometiendo durar por los siglos de los siglos.

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Y ahí empiezan a discutir, y de tema en tema, pasan por la influencia del sol y llegan a las corridas de toros. Don Gabriel Pardo está totalmente en contra y así llegan hasta las ferias. Al día siguiente es San Isidro Labrador y al comandante le parece que aquello es un aquelarre donde los instintos españoles más típicos corren desbocados borracheras, pendencias, navajazos, gula, libertinaje grosero, blasfemias, robos, desacatos y bestialidades de toda calaña. Eso dice el comandante, es el pueblo español cuando le dan suelta y cuando hashish dice que las mujeres no son así.

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Don Gabriel dice que más que los hombres, porque al fin y al cabo se educan menos y peor. Eso si le concede hashish el beneficio de la duda, porque ella es gallega, como el comandante que dice que su tierra es la porción más apacible y sensata de España.

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Aquí la duquesa volvió la cabeza con sobresalto desde el principio de la disputa. Estaba entretenida, dando conversación a un tertuliano nuevo muchacho andaluz de buena presencia, hijo de un antiguo amigo del duque, el cual, según me dijeron, era un rico hacendado residente en Cádiz.

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La duquesa le hace a sus palabras por la parte que les toca a los andaluces y Pardo le pide que no se dé por aludida. Pero la duquesa mete en la conversación al gaditano con el que está hablando un tal Pacheco y aprovecha para presentarle hashish y a Pardo, el gaditano, sin pronunciar palabra. Se levanta y va a apretar la mano de Asís haciendo una cortesía. Se miran con la curiosidad fría del primer momento. Así le parece que lleva con soltura el frac distinguido y aunque andaluz, más bien con trazas inglesas, a cada país le queda bien lo suyo.

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Nuestra tierra no ha dado prueba de ser nada ruda.

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Tenemos allá de todo poeta, pintor, escritores. Cabalmente en Andalucía la gente pobre, muy fina y muy despabila. Protesto contra lo que se refiere a la señora. Este caballero convendrá en que tayta son unos ángeles del cielo.

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Pardo sigue insistiendo en el barbarismo y pone de ejemplo a Hashish, diciendo que a pesar de haber nacido en el noroeste, donde las mujeres son reposadas, dulces y cariñosas, sería capaz al darle un rayo de sol en la mollera de las mismas atrocidades que cualquier hija del barrio de Triana. Y que en España, desde la restauración, no hacemos otra cosa más que alejarnos a nosotros mismos haciendo una España buffa del tapiz de Goya o de sainete de don Ramón de la Cruz Pardo señala las ferias, la romería de San Isidro, Hashish las defiende y dicen que son divertidas.

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Y Pardo insiste en que nosotros, con el aire, el agua, el ruido, la música y la luz del cielo, nos volvemos fieras. Nos entra en el cuerpo un espíritu maligno de bravata y fanfarronería y nos ponemos a imitar al populacho. Pacheco no interviene, sólo mira hashish sin apartar los ojos y al poco rato se marcha. Su marcha varía por completo el giro de la conversación y se ponen a hablar del las AGÚN.

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Refirió que lo había tenido a su mesa por ser hijo de persona a quien estimaba mucho y añadió que ahí donde lo veíamos hecha un moro por la indolencia y un inglés por la sosería, no era sino un calá veron de tomo y lomo decente. Caballero? Sí, pero aventurero y gracioso como nadie. Muy gastador y muy tronera de quien su padre no podía hacer bueno ni traerle al camino de la formalidad y del sentido práctico, pues lo único para que hasta la fecha servía era para trastornar la cabeza a las mujeres.

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Al siguiente día, Hashish sale a oír misa a San Pascual por ser la festividad del patrón de Madrid. Antes de entrar en la iglesia da un paseo por la calle de Alcalá y en Cibeles.

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El día está tan bonito que le entran ganas de correr y brincar como a los 15, con un exceso de vitalidad y unas ganas de hacer extravagancias, de arrancar ramas de árbol y de chapuzas, irse en el pilón de la señora de los leones, cerca de la iglesia.

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Veo un caballero que, parado al pie de un corpulento plátano, arroja a los jardines un puro enterito y se dirige luego a saludarlo. Es Pacheco, el gaditano.

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Se saludan con una broma y una familiaridad muy extraña, dado lo ceremonioso y somero de su conocimiento.

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La víspera, ya que estoy dialogando con mi alma y nada ha de ocultarse. La verdad es que en lo cordial de mi saludo entró por mucho la favorable impresión que me causaron las prendas personales del andaluz. Señor. Por qué no han de tener las mujeres derecho para encontrar guapos a los hombres que lo sean?

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Y por qué ha de mirarse mal que lo manifiesten? Si no lo decimos, lo pensamos y no hay nada más peligroso que lo reprimido y oculto, lo que se queda dentro? En suma, Pacheco, que vestía un elegante terno gris claro, me pareció galán de veras. Pero con igual sinceridad añadiré que esta idea no me preocupó arriba de dos segundos, pues yo no me pago solamente del exterior.

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Pegan la hebra y empiezan a reírse desde el primer momento con las bromas del gaditano que le propone que vayan a San Isidro.

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Y así es. Le dice que con tantos años como lleva de vivir en Madrid, ni siquiera ha visto la ermita. Pacheco le dice que hay que solucionarlo y le explica lo fácil y divertido que sería darse una vueltecita por la feria a primera hora regresando a Madrid sobre las doce o la una.

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Así piensa que no hay mal alguno en satisfacer su curiosidad y que nada desagradable puede ocurrirle yendo con Pacheco.

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La escapatoria no ofrece riesgos y el tiempo con vida. Pacheco porfía, sin impertinencia y Hashish termina aceptando. Decide ir en el coche de Asís, que tiene que pasar por su casa para arreglarse. Quedan allí. En marzo de 1889 vio la luz. Insolación. Historia amorosa con la dedicatoria a José Lázaro Galdeano en Prenda de amistad. Insolación aparecía en un momento muy significativo para Emilia Pardo Bazán. Hacía pocos años que se había separado de facto, aunque privadamente, de su esposo, y desde entonces vivía en una situación bastante inusual para la época, pues la separación matrimonial no se consideraba una opción en la escala vital de la mujer.

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De esa forma había ganado libertad de acción, en particular estancias anuales en París. Pero había vuelto a depender en lo económico de sus padres. En 1889, su voluntad de dedicarse profesionalmente a la literatura ya estaba consolidada gracias a una nómina de siete novelas de éxito y una personalidad conocida en el mundo de las letras españolas. Había conseguido franca notoriedad por no ajustarse a los etéreos idealismos que eran de obligado cumplimiento para cualquier autora respetable. Hashish se va a su casa, se arregla impecablemente, pero a toda prisa coge una gardenia y un clavel rojo de un ramo que le ha enviado pardo y se precipita al portal.

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Justo cuando llega a la berlina introduje el rabo postizo de la flor en el ojal de Pacheco y tomando de mi corpiño un alfiler, sujeté la gardenia, cuyo olor a pomada me subía al cerebro, mezclado con otro perfume fino, procedente sin duda del pelo de mi acompañante. Sentí un calor extraordinario en el rostro y al levantarlo, mis ojos se tropezaron con los del meridional, que en vez de darme las gracias, me contempló de un modo expresivo e interrogador.

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En aquel momento casi me arrepentí de la humorada de ir a la feria, pero ya bajan de la plazuela de la Cebada a la calle de Toledo, desde el puente de Toledo, mirando hacia abajo por la pradera y por todas las orillas del Manzanares. No se ven más que grupos, procesiones, corrillos, escenas animadísima, de esas que se pintan en las panderetas. El coche toma el camino de la pradera.

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Así es. Se siente a gusto. Su acompañante le agrada y la calavera le va pareciendo lo más inofensivo del mundo, porque además por allí nadie puede conocerla. La pradera ofrece aspecto tranquilizador pueblo aquí, pueblo allí, pueblo en todas direcciones. A la subida del cerro, donde ya no pueden pasar los carruajes, Pacheco y Hashish se bajan de la berlina. Parecen una pareja de archiduquesa que, tentados de la curiosidad, se van a recorrer una fiesta populachera, deseosos de guardar el incógnito y atados por sus elegantes trazas.

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Tratan de entrar en la ermita abierta de par en par a los devotos. Pero es imposible. Hashish. Se queda sin misa.

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Don Diego, que en el coche se me figuraba reservado y tristón, se volvió muy dicharachero desde que andábamos por San Isidro, justificando su fama de buena sombra, sujetando bien mi brazo para que las mareas de gente no nos separasen. Él no perdía ripio y cada pormenor de los tinglados famosos le daba pretexto para un chiste que muchas veces no era tal, sino en virtud del tono y acento con que lo decía. Porque es indudable que si se escribiesen las ocurrencias de los andaluces nos resultarían tan graciosas ni la mitad de lo que parecen en sus labios.

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Al sonsonete, al cepillo y a la prontitud en responder se debe la mayor parte del salero. Entre risas y bromas, Pacheco y Hashish pasean por San Isidro hasta que él propone que almuerzan en una fundita de por allí. Así es. Se niega al principio, pero hace tanto calor que mandan a un guindilla a avisar al coche que se vaya y les recoja después de comer y se sientan a comer en un merendero. A la entrada hay una chica joven, de fisonomía afable, con un puñal de níquel atravesado en el moño.

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Y no hay otra alma viviente en el Brander, cuyas seis mesas vacías parecen limpias y frà agotadas. Es como una inmensa tienda de campaña. Se sientan en la mesa del fondo, en un banco de madera que tiene por respaldo la pared de lona del barracón. Les preguntan que van a tomar y Pacheco pregunta qué tienen.

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Piden unos huevos revueltos, unas maderitas de jamón, chuletas de ternera, una lata de sardinas, una botella de manzanilla y unas aceitunas, casi al mismo punto en que la chica del puñal de níquel depositaba en la mesa una botella rotulada manzanilla superior, dos cañas del vidrio más basto y dos conchas con rajas de salchichón y aceitunas alineas. Se coló por la abertura una mujer desgreñada, cetrina, con ojos como carbones, saya de percal, con almidonados faralaes y pañuelo de crespón de lana desteñido y viejo que al cruzarse sobre el pecho dejaba asomar la cabeza de una criatura.

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La gitana les ofrece decirles la buenaventura. Pacheco le sirve hashish una caña de manzanilla y le pone otra a la gitana que se la baja de un trago. Hashish hace lo mismo porque tiene una sed horrible, pero en vez de refrescarse le parece que un rayo de sol disuelto en polvo se le introduce en las venas y le salen chispas por los ojos y en arreboles por la faz.

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Mira Pacheco, muy risueña. Luego se vuelve confusa porque él le paga la mirada con otra más larga de lo debido.

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La gitana le toma la mano derecha hashish y le dice la buenaventura en un andaluz cerrado.

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La gitana le dice que va a hacer un viaje pronto, que va a recibir una carta, que le va a alegrar, que una persona está chalada por ella. Y entonces mira a Pacheco, que ella es muy amorosa, pero que cuando se atufa se vuelve una leona que tiene un cariño en el pecho, que nadie sabe, ni siquiera ella misma. Y si la dejan, sigue. Pero cuando la chica del puñal en el moño acude con la fuente de huevos revueltos, Hashish suelta la mano y Pacheco despacha a la gitana.

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Se ponen a comer y a beber y entran en el merendero cuatro soldados, cuatro húsares jóvenes y muy bulliciosos que toman posesión de una mesa pidiendo cerveza y gaseosa, metiendo ruido con los sables y regocijando la vista con su uniforme amarillo y azul. Válgame Dios y qué virtud tan.

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Rara tienen la manzanilla y el gener, sobretodo cuando están encabezados y compuestos. Si en otra ocasión me veo yo almorzando así entre soldados, creo que me da un soponcio. Pero empezaba a tener subvertido las naciones de la corrección y de la jerarquía social y hasta me hizo gracia semejante compañía y la celebré con la risa más alegre del mundo. Pacheco, al observar mi buen humor, se levantó y fue a ofrecer a los húsares Jerez y otras obsequias, de suerte que no sólo comíamos con ellos en el mismo bodegón, sino que fraternizar, vamos.

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Así es esta más divertida que en un sainete. Pero lejos de percibir el atolondramiento precursor de la embriaguez, sólo experimenta una animación agradabilísima. Pacheco la lleva la corriente, cuida de que nunca esté vacío su vaso ni su plato y se encarga de entretenerla y hacerle pasar el mejor rato posible. Eso sí, no se permite una acción descompuesta o siquiera familiar. Cierto que a veces sorprende sus ojos azules que la devoran a hurtadillas cuando terminan de comer. Paga Pacheco y se levantan con ánimo de recorrer la romería.

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Así se nota cierta ligereza insólita en sus piernas y en vez de andar, crée deslizarse sobre la tierra.

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Al salir me deslumbró el sol. Ya no estaba en el cénit, ni mucho menos, pero era la hora en que sus rayos, aunque oblicuos, queman más. Debían de ser las tres y media o cuatro de la tarde y el suelo se rajaba de calor. Gente triple que por la mañana y veinte veces más bullanguera y estrepitosa al punto que nos metimos entre aquel bureo, se me puso en la cabeza que me había caído en el mar mar caliente que hervía a borbotones y en el cual flotaba yo dentro de un botecito chico como una cáscara de nuez.

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Golpeaba y golpe viene ola arriba, nyol abajo. Si era el mar! No cabía duda. El mar, con toda la angustia y desconsuelo del mareo que empieza, se tiene que agarrar del brazo de Pacheco para no caerse. Presencian una pelea entre dos mujeres y visitan los barracones donde enseñan panoramas y fenómenos. Hashish. Cada vez está peor. Quiere disimular, pero Pacheco parece darse cuenta y le propone dar una vueltecita por la pradera y la alameda, que están más despejadas y más frescas.

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Pero Hashish no puede más. Le laten las sienes y se le nublan los ojos para llegar al único sitio que ven sin gente. Tienen que saltar un vallado bastante alto y por senderos solitarios llegan a la puerta de una casucha que se baña los pies en el Manzanares. A la puerta asoma una mujer pobremente vestida y dos chiquillos harapientos que, muy obsequioso, le sacan una silla. Pacheco se sienta al lado de Asís, sobre unos troncos, y así se apoya un codo en su rodilla y recuesta la cabeza en su hombro, cerrando los ojos.

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Pacheco la sostiene en silencio y con exquisito cuidado, con una criatura enferma, mientras le da aire muy despacio, con su propio pericón. Hashish tiene una turca de padre y muy señor mío. Se desvanece y Pacheco la tiene que tumbar en el camastro de la tabernera que le afloja el corsé.

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Cuando sale Pacheco, la mujer entornó el ventanuco por donde entraba en el chiri. La luz del sol poniente y se marchó en puntillas. Me quedé sola. Me dominaba una modorra invencible. No podía mover brazo ni pierna. Sin embargo, la cabeza y el corazón se me iban sosegado por efecto de la penumbra y la soledad. Cuando abre los ojos, Pacheco está a su lado mirándola de pie, y cuando Hashish clava en él la mirada, se inclina y le arregla delicadamente la falda del vestido para que le cubra los pies.

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Hashish le tiende las dos manos con un cariño repentino y descomunal. Él toma las manos de Asís y las aprieta muy afectuoso.

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Qué pegajoso, qué majaderos devuelve uno en estas situaciones anormales! Yo me estaba muriendo por mimos, igual que una niña pequeña quería que me tuviesen lástima. Es sabido que a mucha gente le dan las turcas por el lado tierno.

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Ganas me venían de echarme a llorar por el gusto de que me consoló Assen.

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Pacheco se queda en la cabecera de la cama diciéndole cositas muy dulces y zalameros por lo bajo. Pero tienen que salir de ahí. Se va a hacer de noche. Pacheco le ayuda a abrocharse y derechos como una flecha. Buscan el coche y vuelven a casa. Hashish vuelve a marearse en el coche y Pacheco la ayuda a subir. La despedida es rápida y sosa. A la diabla le dice que le ha hecho daño el sol y que desea acostarse. Hashish se precipita a su cuarto, se echa en la cama y aunque pronto se duerme, a las tres de la mañana empieza de nuevo la función.

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No quise llamar a Ángela para que se escamas tres veces más. A qué noche? Noche de perros. Qué buscas? Qué calentura, qué pesadillas, qué aturdimiento, qué jaqueca al despertar y sobretodo, qué compromiso, qué lance, qué parchado peligro tan espantoso resbalón. Ya es preciso convenir en ello. Insolación. Sorprende no sólo por su tema y por su trama, sino también por las opciones que toma su autora al plantearlos para empezar. El lector oye la historia a través de varias voces, no siempre acordes a la hora de presentar los hechos.

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Un narrador en tercera persona comparte protagonismo, aunque casi nunca criterio con la propia Hashish, quien a veces cuenta en primera persona y a veces dialoga con otra voz, la de su conciencia, que se encarga de rebatir sus puntos de vista. La acción, además, no avanza en orden cronológico. Ya en el capítulo segundo, el paréntesis de un salto al pasado ayuda a comprender las circunstancias del presente.

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Hashish da orden de decir a todo el mundo que venga, que ha salido y se pega un baño en el que cree ver desaparecer la marca de las irregularidades del día anterior y confundiendo involuntariamente lo físico y lo moral. Al asearse, juzgar, regenerarse también. Luego se arregla y se va en coche a comer a casa de las tías de Cardeñosa. Ya no hay que temer la aparición de Pacheco. Así. Piensa que él ni se acordará de ella en la Castellana.

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Ve de lejos el coche de casi las ahun que viene de la novillada a la que Asis estaba convidada. También piensa que entretenidos con los toros nadie habrá pensado en ella. Las Cardeñosa son dos buenas señoritas solteronas y de muy afable condición rasas de pecho, tristes de mirar, sumamente anticuadas para hashish. La insulsa comida y la anodina velada que sigue son al principio un bálsamo. Luego se aburre y se le nota al tirar de la campanilla en su casa.

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Tuve una corazonada rarísima. Las hay, las hay. Y el que lo niegue es un miope del corazón que rehúsa los demás la cuidad del sentido, porque a él le falta así. Mientras sonaba el Campanillas sintió un hormigueo y un temblor en el pulso, como si semejante tirón fuese algún acto muy importante y decisivo en su existencia. Y no experimentó ninguna sorpresa, aunque sí una violenta emoción que por poco la hace caerse redonda al suelo cuando en vez de la diabla o del criado vio que le abría la puerta a aquel pillo, aquel grandioso ísimo truhán.

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Hashish, lejos de sorprenderse, saludó a Pacheco como si el encontrarle allí a tales horas en su casa, le pareciese la cosa más natural del mundo y recíprocamente. Pacheco emplea también con ella todas las fórmulas de cortesía acostumbradas. Cuando un caballero se encuentra a una señora de cumplido respetable, le pide que se siente cuando pasan al saloncito y Hashish tartamudea bastante a turbada aún el gaditano no se sienta la dama. En su inexperiencia se figura que su compañero de romería va a entrar hecho un sargento y a las primeras de cambio le va a soltar un abrazo furibundo o cualquier gansada semejante.

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Pero Pacheco está muy comedido cuando así comienza a hablar, el gaditano se acerca todavía más hasta ponerse al lado de la dama que sigue en pie junto a la mesa. A mí va usted a regañarme todo lo que guste a los criados, ni chispa.

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La culpa es mía. Toda un cuarto de hora de conversación con la chica me ha costado. Le entra hasta requiebro. Le he soltado y nada. Ni poesa. Al fin le dije que vamos, que ya sabía usted que yo vendría y que para recibirme a mí se quería Athenea a los demás.

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Riña me usté que lo merezco todo. Hashish se queda de una pieza, pero enfadadísimo empieza a quejarse de los criados y a decir que la van a oír. Pacheco, en vez de asustarse, se acerca más y bajando la cabeza, acaricia las sienes de la enojada. Ésta se echa atrás, pero la sujeta blandamente por la cintura el brazo del gaditano, que le dice al oído que se irá en cuanto ella lo mande. Ambos se sientan.

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Ella nota una turbación que ya no se parece al enfado y le dice que se vaya y el gaditano le dice que si no le da ni un minuto, que sabe que no ha dormido en toda la noche y que necesita saber de ella si está ya buena, si ha descansado, si le quiere mal, si le mira con alguna indulgencia, se la recostó sobre el hombro, sujetándola con la palma de la mano derecha.

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Así se esforzandose en romper el lazo. Notaba disminuidas sus fuerzas por dos sentimientos el primero, que viendo tan sumiso y moderado al gran pillo, le habían entrado unas migajas de lástima. El segundo, el sentimiento eterno, la maldita curiosidad, la que perdió en el paraíso a la primera mujer, la que pierde a todas y tal vez no sólo a ellas, sino al género humano. A ver cómo sería. Qué diría Pacheco ahora? Pacheco ni chista su palma fina, sus dedos enjutos y nerviosos oprimen suavemente la cabeza y las sienes de Asís, lo mismo que si a ésta le durase aún el mareo de la víspera y necesitase la medicina de tan sencillo halago.

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En la sala parece que la varita de algún mago invisible derrama silencio apacible y amoroso.

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Pacheco le dice bajito, con su ceceo mimoso, que no sospechaba lo de ayer, que ella lo sabía desde el momento en el que él tiró el puro en los jardines y que él en el coche la hubiese quebrado seis docenas de veces, pero que no se atrevió. Y así le dice que como a todas las mujeres con las que se cruzaron, a lo que él contesta que tonterías se dicen todo el rato, pero que con ella él tiene una ilusión de volverse loco.

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Has de saber que yo mismo estoy palmamos de lo que me sucede. Nunca me quedé triste después de una cosa así, sino contigo. Hasta me falta resolución. Jalaste? Estoy así, me dio orgulloso y me dio empezar oso. Mamá, quisiera que no hubiésemos vuelto allí antes de almorzar. Ah, no lo cree poresta? Y el meridional puso los dedos en cruz y los besó con ademán popular. Assis se echó a reír mal de su grado.

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Ya no había posibilidad de enfadarse. La risa. Csar. Mal. Más furioso. Hashish no le niega la cita que Pacheco le pide para el día siguiente, aunque no sepa aún si acudirá. Ahora lo que tiene que hacer, piensa, es procurar que se largue cuanto más pronto, porque si no, a ver qué dice al servicio.

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Y al día siguiente tienen la cita a la puerta de la dama. Desde las cinco espera la berlina de la señora. El cochero y el caballo se van quedando prácticamente dormidos, según se va poniendo el sol y el farolero corre encendiendo hilos de luz a lo largo de las calles. Cerca de las 7 serían cuando salió de la casa, un hombre era puesto y andaba aprisa recortándose de la portera. Atravesó la calle y en la acera de enfrente se detuvo mirando hacia las ventanas del cuarto de Asís.

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Ni rastro de persona asomada en ellas. El hombre siguió su camino hacia Recoletos. El comandante Pardo suele ir alguna que otra noche a casa de Asís.

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Charlan de mil cosas, pasando la velada solos, contentos y entretenidos de galanteo propiamente dicho. Ni sombra. La noche del día en que la berlina echa la siesta famosa, llama a Pardo a la puerta de Asís, sobre las nueve. Los criados se extrañan. Le dicen que su señora está en la cama con jaqueca, y Pardo hace ademán de irse cuando aparece en la antesala hashish en bata y arrastrando chinelas finas. Le pide que pase. Cuando van a sentarse, el comandante tropieza con algo que hay a los pies de un sillón.

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Es uno de esos tarjeteros sin cierre de cuero inglés, con dos iniciales de plata enlazadas Pardo. Le pregunta Hashish si se encuentra mal y así le dice que no. Y le propone salir a dar un paseo conforme está, sin vestirse. Se planta un abrigo y un velo. Se calza y se van a la calle a pasear. Hallábanse al final del prado, enteramente desierto, a tales horas, con sus sillas recogidas y vueltas, se escuchaba el murmullo monótono de la Cibeles.

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Y allá, en el fondo del jardincillo, tras las irregulares masas de las coníferas, destacaba el museo su elegante silueta de palacio italiano. No pasaba un alma, y la plazuela de las Cortes, a la luz de sus faroles de gas, parecía tan solitaria como el prado mismo. Siguen bajando hacia Atocha hasta que se sientan en unos anchos asientos de piedra que hay delante del museo. Después de tomar asiento, se quedan mudos. Ella y el Hashish, además de muda, está cabizbaja y absorta.

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Al fin, Pardo le dice a su amiga que a él no se la pega con jaquecas, que tiene algo, alguna cosa que le preocupa. Hashish, dudas y contárselo. Una voz interior le dice que a lo mejor le viene bien desahogarse y así le quita la escama del tarjetero. Pero es Pardo el que comienza a hablarle del amor que tuvo con una sobrina suya.

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Ay, Paquita! He renunciado a explicar cosa alguna. No hay explicación que valga para los fenómenos del corazón.

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Cuanto más se quieren entender, más se oscurecen. Hay en nosotros anomalías tan raras, contradicciones tan absurdas y a la vez cierta lógica fatal. En esto de la simpatía sexual o del amor, o como usted guste llamarle, es en lo que se ven mayores extravagancias. Luego, a los caprichos y las desviaciones y los brincos de esta víscera que tenemos aquí, sume usted la maraña de ideas con que la sociedad complica los problemitas psicológicos, porque, según Pardo, la sociedad atribuye exagerada importancia a lo que tiene, mucha menos ante las leyes naturales por hacer lo principal de lo accesorio.

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Pardo entiende que accesorio es aquello que la sociedad juzga irreparable y para él lo principal es sólo el cariño entre dos. Y Pardo dice que, por ejemplo, si él es hábil y provoca en ella un momento de flaqueza, en el caso de un hombre no pasa nada, pero en el caso de una mujer la sociedad se arroja sobre ella como un sabueso y o puede casarse con el seductor, o la matriculan en el gremio de las mujeres galantes hasta la hora de la muerte.

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Así es. Piensa que Pardo lo sabe y el sofoco y el azoramiento se le meterían por los ojos al comandante si no fuera de noche. No hace más que acordarse de escenas pasadas.

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Vaya Pardo! Es usted terrible. Me quiere usted igualar la moral de los hombres con la de las mujeres?

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Paquita, dejémonos de clichés. Pardo usaba muy a menudo esta palabrita para condenar las frases o ideas vulgares. Tanto jabón llevan ustedes en las suelas del calzado como nosotros? Es una hipocresía detestable eso de acusar las infamias, las a ustedes con tal rigor, por lo que en nosotros nada significa. Pardo dice que la mujer se cree inflamada después de una de esas caídas ante su propia conciencia, porque le han hecho concebir desde niña que lo más malo, lo más infamante, lo irreparable, es eso que es como el infierno donde no sale el que entra.

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A los hombres, en cambio, les enseñan lo contrario, que es vergonzoso para el hombre no tener aventuras y que hasta queda humillados y la rehuye. Y lo que dice el comandante, aunque lástima, las convicciones de Asís entran, sin embargo, como bien disparatadas saetas hasta el fondo de su entendimiento, y encienden en él una especie de hoguera incendiaria. Después de dejar hashish de nuevo en casa, Pardo se marcha pensando que la viuda le ha engañado, que tiene algo y se va decepcionado.

[00:35:21]

El que ha pensado a veces decirle algo formal. La tarde del día siguiente la dedica Hashish a pagar visitas y mientras vuelve a casa no para de pensar.

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Vamos a ver. Supongamos que ahora viniesen a decirme Diego Pacheco se ha alargado esta mañana su tierra, donde parece que se casa con una muchacha preciosa. Nada. Yo tan fresca, sin echar ni una lágrima. Hasta puede que diese gracias a Dios viéndome libre de este grave compromiso. Pues la cosa es bien sencilla se había de ir él. Soy yo quien se larga así como así, de arriba o abajo. Ya estaba cerca el de irse a veranear, pues adelantó el veraneo un poquillo y corrientes que descansá tomar el tren empieza a subir la escalera de su casa.

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Cuando en el segundo tramo un hombre se destaca del oscuro rincón Pacheco, Hashish reprime el chillido. El meridional la coge ambas manos con violencia. Le pregunta cómo está la llama. Mi niña le dice que ha venido tres veces a verla, que si no quiere verle que se lo diga y no vendrá, pero que no le despida con una criada así. Está aturdida y lo niega. Y entonces Pacheco le dice que vendrá esta noche a las nueve. Así es.

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Titubea y le termina diciendo que de acuerdo, pero que a las diez se irá. Pacheco dice que sus tantocomo no ir. Así es. Dice que es por los criados y Pacheco le dice que mande a la diabla un recado y luego oculta la cara en el pelo de la señora, descomponiéndose y echándole el sombrero hacia atrás. Ella se lo arregla antes de llamar. Después de desnudarse, habla con la diabla, le dice que lo prepare todo para salir hacia Vigo lo antes posible y luego le pregunta si quiere irse a pasar la noche con su hermana para despedirse.

[00:37:09]

Así que se fue la condenada chica. Parecióle a la señora que todo el piso se había quedado en un silencio religioso, en un recogimiento inexplicable. Hasta la lámpara del saloncito alumbraba, si cabe, con luz más velada, más dulce que otras noches. Eran las nueve menos cuarto.

[00:37:27]

Pacheco aún tardaría cosa de veinte minutos. Se oyó un campanilla. Hizo sentimental, tímido, como si la campanilla revelase pecar de indiscreta. Es Pacheco. En los primeros momentos de sus entrevistas siempre se hablan empleando fórmulas corteses. Pero Pacheco, al verla tan fría, sospecha que a lo mejor tenía otro plan esa noche. Ella lo niega. Pacheco mete sus dedos largos de pulcras uñas entre el pelo de la señora y le alborota el peinado y luego le dice que nunca se ha visto como ahora, que está loco por ella y que va a ser la causa de la perdición de un hombre.

[00:38:05]

Así es. Calla aturdida, no sabiendo qué contestar a tan apasionadas protestas, pero les interrumpe una murga que pasa por la calle. Pacheco se asoma enseguida. No sorprendente en él este salto desde las ternezas más moriscas al más prosaico de los incidentes callejeros. Pacheco arrastra un sillón hacia la ventana y se sienta en él y luego obliga a Hashish a acomodarse en sus rodillas. Y por primera vez se entabla entre Pacheco y la dama un cuchicheo íntimo, cariñoso, confidencial.

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No hablan de amor, sino sobre esas cosas que parecen muy insignificantes. Pero no lo son sus vidas, su pasado. Yo, Garance, a trescientas mil mujeres y ahora me parece que no quise a ninguna. Yo hice cuanto disparate se pude hacer. Al mismo tiempo no tengo vicio tiraje como es ese milagro siendo hoy.

[00:39:03]

Verás tú, los vicios no prenden en mí, ninguno arraiga ni arraigaron jamás. Aún te declaro otra cosa, que no sólo no se me puede llamar vicioso, sino que si me descuido a cabo por santo, es según lo lado a que me arrimo. Me ponen en circunstancias de ser perdío.

[00:39:25]

No me quedo atrás, que toca nacer. Bueno, nadie me gana si doy con gente arrastrada. Qué quieres tú? Pacheco se confiesa un Throne Villa, un haragán y un zángano de primera que no hace nada de provecho. Dice que su padre está empeñado en que se luzca y que sirva al país y que se meta en política y salga. Diputado dice que no se ha tomado nunca trabajos como no fuese por alguna mujer guapa y que haría lo que fuera por una mujer como hashish.

[00:39:54]

Eso se lo dice al oído, estrechándola más contra sí. Así es protesta y le sale la formalidad cantábrica. Ella no entiende como él no se avergüenza de ser un hombre inútil y entonces él le dice que si ella quiere, se convertirá en un Canovas o en un Castelar.

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Salto Assis de brazos de su adorador muerta de risa y al saltar perdió una de sus bonitas chinelas que por ser sin talón a cada rato se le escurrían el pie. Recogió la Pacheco calzando Xela con mil extremos y zalamerías. La dama entró en su alcoba y abriendo el armario de luna, empezó a buscar a tientas una toquilla de encaje para ponérsela y que no la mareaste. Aquel pesado vueltaa estaba de espaldas a la poca luz que venía del saloncito, cuando sintió que dos brazos la ceñía del cuerpo en medio de la lluvia de caricias delirantes que acompañó a demostración tan atrevida.

[00:40:47]

Así se entre. Oyó una voz alterada que repetía con acento serio y trágico Te adoro, me muero, me muero por ti.

[00:40:57]

Y es que no hay nada como hacer reír a una mujer impresionada. Hashish se vuelve soltándola. Toquilla le llama Diego por primera vez y él le dice que si no puede ser más cariñosa y que vaya unas hembras que se gastan en su país. Así es. Vuelve a reírse y le dice que no hay modo de ponerse seria con un tipo como él y que un señorito que ha tenido 400 novias y 2000 líos gordos ahora se aprende de ella en exclusiva.

[00:41:22]

Y Pacheco le dice que es verdad y le pone la mano en su pecho para demostrarle que su corazón palpita a más velocidad. Cuando ella le habla. El gaditano se sienta en un pub bajito y rogando a con la mirada que ocupe el sillón. Apoya la cabeza en el regazo de la dama. Pacheco cruzó el umbral de aquella casa antes de sonar la medianoche.

[00:41:44]

La diabla no había regresado aún cuando el gaditano, según costumbre hasta entonces infructuosa, se volvió desde la esquina de la calle mirando hacia los balcones de Asís. Pudo distinguir en ellos un bulto blanco. La señora exponía su sofocadas ximas mejillas al aire fresco de la noche, y la embriaguez de sus sentidos y el embargo de sus potencias empezaban a disiparse como náufrago arrojado a la costa, que, volviendo en sí, toca con placer el cinto de oro que tuvo la precaución de ceñirse al sentir que se hundía el buque.

[00:42:16]

Así se felicitaba por haber conservado el átomo de razón indispensable para no acceder a cierta súplica insensata. Al día siguiente, la marquesa viuda de Andrade y su doncella están muy atareadas, haciendo el equipaje a tarugadas y dando vueltas de aquí para allá. La diabla contesta lo mejor posible al chaparrón de advertencias, reconvenciones y preguntas de su señora sobre cosas que se le han olvidado en una de estas idas y venidas. La señora cruza el pasillo cuando repica la campanilla in premeditadamente, Assis va a abrir, cosa que no hace nunca y se encuentra cara a cara con su Diego Pacheco.

[00:42:53]

El primer movimiento es de despecho y contrariedad, porque está lo que se llama echa un pingo con traje roto y zapatos viejos. En cambio, el galán viene con todas las señas de haberse acicalado mucho en la mano traí dos novelas francesas. El pretexto de la visita madrugadora le dice que se está ocupada, se va, pero que si no se queda diez minutos. Entra Pacheco en la sala y por mucha prisa que se dé así en encerrar las puertas, el gaditano puede ver los baúles abiertos.

[00:43:22]

Ella le dice que está guardando la ropa de invierno y poniéndole alcanfor. Pero Pacheco no se lo cree y se lo recrimina. Ella baja los ojos movidos por el mismo impulso. Miran alrededor y sin concertarse a un mismo tiempo, se acercan para cruzar mejor esas explicaciones que el corazón adivina antes de pronunciadas. Pacheco le dice. Antes de irse tiene que ir a comer con él para despedirse. Ocupa un lugar destacado en insolación los personajes femeninos en la semana de mayo que dura la acción de la novela, la protagonista, tan preocupada por la moda y por el estatus de su clase que oye misa en las Pascuales.

[00:44:02]

La iglesia ultra chic del momento tiene a su alrededor una abundante elenco de mujeres de lo más variopinto, desde aristócratas o burgueses hasta gitanas pedigüeños, pasando por criadas o camareras, todas ellas individualizadas, con volumen y personalidad. En el centro de ese plantel femenino. Hashish, una mujer de 30 años que creía controlar la comodidad de su anquilosado y previsible universo, aunque siempre bajo la amenaza de su severo confesor, el padre Orthodox, sosegada en lo emocional. Alguien que de pronto, sin comerlo ni beberlo, descubre algo para lo que no estaba preparada.

[00:44:39]

Un deseo que la desborda y que no sabe gestionar.

[00:44:42]

Así es. Se arregla a toda prisa y sale casi corriendo hacia el lugar donde Pacheco la espera, con destartalado carricoche con forro de gaita, percha resquebrajado y maloliente, vidrios embozados y conductor medio beodo. Nada más subir le da un ramillete de rosas, o mejor dicho, un mazo casi desatado, mojado. Aún van a las ventas. No quiere Pacheco llevarla a un restaurante donde les vean todos para llegar a aquel arrabal de Madrid? Pasan por delante de la estatua de Espartero y la torre mudejar de una escuela, allá en el horizonte, la plaza de toros.

[00:45:19]

Prácticamente no hablan por el camino. Llevan las manos cogidas. Llegan al puente y van a un merendero que tiene trazas de alegre y limpio. Pacheco dice cuando llegan que vienen a almorzar y el camarero les lleva por una escalera a una salita pequeña, recogida, misteriosa, con ventanas muy pequeñas y gruesos postigos. La mesa en el centro luce un mantel como el armiño. Aquí la gente no viene un día del año como a San Isidro, pero digo yo que habrá abono a turno.

[00:45:53]

Nos abonamos gaseó de gloria. No sé, como acentuó Pacheco esta broma, que, en rigor, dada la situación, no afrontaba. Lo cierto es que la señora sintió una Sofo equina, vamos, una sofo, una de esas que están a dos deditos de la llorera y la congoja. Parecíale que le habían arañado el corazón. La mujer es un péndulo continuo que oscila entre el instinto natural y la aprendida vergüenza. Y el varón más delicado no acertara a no lastimar alguna vez su invencible pudor al colarse en el palomar.

[00:46:25]

Los dos tórtolos no lo hacen sin ser vistos y atentamente examinados por una taifa de gente humilde. Capitanea la tribu. Una vieja pitillera. Dos niñas de ocho y seis años. Tras de Ana. A su lado. Hashish se asoma a la ventana y ve un piano mecánico que toca un pasodoble de Cádiz y hasta una veintena de cigarreras, de chiquillas, de fregonas. Muy repeinado y con ropa de domingo. Salta y brinca al compás de la música.

[00:46:54]

Pacheco ha perdido por completo su labia meridional y manifiesta un abatimiento que, al quedar mediada la botella de Tío Pepe, se convierte en la tristeza humorística tan frecuente en él. De pronto asoma en el marco de la puerta una carita infantil. Hashish le hace señas con la mano y tras estar con ellas un rato y darles aceitunas y sardinas ellas, aparece la abuela. Pacheco se levanta cortésmente y le ofrece una silla a la vieja. El gaditano, que entre gente de su misma esfera social peca de reservado y aún de altanero, se vuelve sumamente campechano al acercarse al pueblo.

[00:47:29]

La vieja les pide un favor para una de sus hijas y luego aparecen dos chicas más.

[00:47:33]

Dos mozas, Jonás, frescas y sudorosas, a las que Pacheco se come con los ojos y con las que se va a bailar entre las condiciones de carácter de la marquesa viuda de Andrade y de los gallegos en general.

[00:47:46]

Se cuenta cierto don de encerrar bajo llave toda impresión fuerte. Esto se llama guardarse las cosas y si tiene la ventaja de evitar choques, tiene la desventaja de que esas impresiones archivadas y ocultas se pudren dentro. Cuando el andaluz regresó, después de haber pegado cuatro saltos, enjugándose la frente con su pañuelo y abanicándose con el hongo, halló a la señora aparentemente tranquila y afable.

[00:48:13]

Lo primero que le dice Hashish es que necesitaría un espejo para ponerse el sombrero y con el nuevo Pacheco le pregunta por qué. Ella le contesta que después del café se tienen que ir.

[00:48:23]

Y Pacheco le dice que si está celosa y luego le dice que ella está enamorada de él, pero que su orgullo le impide reconocerlo y se enfada. Así es. Sale tranquilamente, sin prisa ni enojo. Pide que avisen al cochero mientras Pacheco, demudado con pulso trémulo, busca en el porta monedas un billete. Tras un corto debate al pie de la portezuela, Hashish tiende la mano a Pacheco. Éste lleva la suya. El sombrero saludando y el Symon arranca a paso de tortuga bamboleándose sobre la polvorosa carretera, Pacheco, cabizbajo, echa andar a pie.

[00:49:01]

Hashish se dedica desde que llega a su casa a la faena del arreglo definitivo de su equipaje, resolviendo la marcha para el día siguiente sin prórroga. La punzada aquella del corazón se va convirtiendo en dolor fijo, intolerable. Se tumba en su cama. Piensa que ha obrado bien mostrándose digna y entera. En realidad, ningún desenlace mejor para la historia, de un modo u otro. Aquello iba a acabarse. Era inevitable, inminente. Mejor que se acabe así.

[00:49:31]

Y qué fatuo! Pues no había querido convencerla de que estaba enamorada de él. Enamorada? No, no, señor. Gracias a Dios! Conservaría así un recuerdo. Un recuerdo de esas que.

[00:49:43]

Qué tontería! Lo probable es que a Pacheco no volviese a verle nunca más. Y esta punzada del corazón? Qué será? Será enfermedad o parece que lo aprieta un aro de hierro? A sus qué cavilaciones más simples! Y así se queda dormida y sueña con su viaje hasta que dos golpes en la puerta de la alcoba la despierta su amigo Pardo viene a verla. Así es. Le recibe. Y apenas han tenido tiempo los dos paisanos para trocar unas cuantas frases de excusa.

[00:50:15]

Cuando oí sonar la campanilla. Y en el corredor retumban pasos fuertes. Varoniles. Así es. Se queda pálida. Pacheco entra y al verle el comandante Pardo se da cuenta de todo. Y más cuando reconoce en manos de Pacheco el tarjetero. Le dice Así es que viene para recordarle unas señas Pardo. Aprovecha la oportunidad para irse y ya sólo se pregunta cómo Hashish ha podido equivocarse tanto. Mientras, en el saloncito la pareja le la primera miel de las paces, Pacheco la vuelve a decir que ella le quiere más de lo que piensa y que se acordará de él en su país.

[00:50:53]

No estaban los amantes abrazados, ni siquiera muy juntos. Pues Pacheco ocupaba el sillón y el diván hashish. Sólo sus manos encendidas por la misma fiebre, se buscaban. Y habiéndose encontrado, se entrelazaban, difundían, cayeron.

[00:51:08]

Entonces, y fue el instante más hermoso por el mudo diálogos de los ojos y por el contacto eléctrico de las palmas, se enviaban el espíritu en arrobo inefable. Hashish le gusta mucho Pacheco. No puede evitarlo, incluso descubre en él, como en una revelación, cosas que no había visto. Poco a poco, sin conciencia de sus actos, acerca la mano de Diego a su pecho, ansiosa de apretarla contra el corazón y de calmar así el ahogo suave que le oprime.

[00:51:40]

Le pide que se acerque y él no quiere. Y a ella se le humedecen los ojos. Pacheco exhala un suspiro y se pone en pie diciendo que se va hashish de un brinco. Se levanta echándole los brazos al cuello y sujetándole. Le dice que no y él le contesta que yéndose. Ahora se ahorra alguna pena. Y ella le vuelve a pedir que se quede.

[00:52:03]

Piénsalo bien, si me quedo ahora, no me voy en toda la noche, reflexiona. No digas después que te pongo en berlina, te conviene soltarme tu decidira.

[00:52:20]

Hashish dudó un minuto. Allá adentro percibía a manera de inundacion que todo lo arrolla un torrente de pasión desatado. Y es le pide que se quede. Organizan un atrevido plan de entradas y salidas de pases y repases que les hace reír y a las doce de la noche. Las puertas de la casa se hallan cerradas y dentro de ella el contraba entor de las pragmÃtica sociales y de las leyes divinas.

[00:52:48]

En qué momento la idea de estar siempre juntos se les ocurre?

[00:52:52]

Nadie lo sabe. Pero por la mañana hashish despeinada, alegre, más fresca que el amanecer, abre de par en par, sin recelo o más bien con orgullo, las ventanas y los dos se asoman juntos, casi enlazados, como si quisiesen quitar todo sabor clandestino a la entrevista, dar a su amor un baño de claridad solar y a la vecina entera parte de boda. Pacheco dice que despachara todo en Cádiz, que su padre está loco porque se case y que le prometerá a presentarse diputado por Vigo con la ayuda al suegro, claro.

[00:53:25]

Y ella le dice que ya sabe que en Vigo formalidad hasta la boda y siguen algunas bromas y ternezas más.

[00:53:31]

Hasta que Pacheco le dice Así es que si se acuerda de la buenaventura que le echó la gitana e imitando el acento y modales de la gitana, añadió una cosa di que el hoyo está maniquÃ, que ha de suceder muy pronto y nadie espera que suceda un viaje. Me baste a jasé y no es culpa pama que a pa satisfacion e to una presun ella está ya la ida por usté. El gaditano, siempre presumido, agregó usté por ella. Y así les hemos contado Insolación, de Emilia Pardo Bazán.

[00:54:23]

Hemos seguido, por un lado, la bellísima edición ilustrada por Javier de Juan de la editorial Reino de Cordelia, con prólogo de Luis Alberto de Cuenca y por otro, la edición de Penguin Clásicos con la introducción de Eva, a costa de la que hemos citado algunos fragmentos.

[00:54:39]

La semana que viene nos volvemos a encontrar con Y eso fue lo que pasó de Natalia Ginzburg. Gracias por estar ahí. Y gracias por leer un libro.

[00:54:49]

Una hora en la Cadena Ser, un programa escrito y dirigido por Antonio Martínez Asensio, con las voces de Eugenio Barona y Laura Martínez y la participación de Olga Hernán Gómez. Realización de Mariano Revilla. Edición y montaje de sonido de Pablo Arévalo.