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Un libro Una hora, dirigido por Antonio Martínez Asensio. Bienvenidos una semana más a un libro. Una hora. Hoy vamos a contarles Lolita de Vladimir Nabokov.

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Nabokov es uno de los más extraordinarios escritores del siglo XX. Nació en San Petersburgo, en Rusia, en 1899, y murió en Suiza en 1977. Es el autor de la defensa. Risa en la oscuridad. Ni un pálido fuego habla memoria o la maravillosa Ada o el ardor. Lolita se publicó en 1955. Es un libro provocador por el tema, pero leerlo es una gran experiencia estética e intelectual. Mario Vargas Llosa ha dicho de ella que está entre las más sutiles y complejas obras literarias de nuestro tiempo.

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Lean a Nabokov. Lean Lolita. Vamos allá. Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía.

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Así comienza Lolita con Rammer Jammer, intentando explicárselo todo al jurado que le va a juzgar. Era luz, sencillamente lo por la mañana, cuando estaba derecha, con su metro cuarenta y ocho de estatura sobre un pie enfundado en un calcetín. Era Lola cuando llevaba puestos los pantalones. Era Doli en la escuela. Era Dolores cuando firmaba, pero en mis brazos fue siempre Lolita.

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Y para empezar por el principio, cuenta su vida. Nació en París en 1910. Su padre era un ciudadano suizo que poseía un lujoso hotel en la Riviera. Creció como un niño feliz, saludable, en un mundo brillante, y cuenta que hubo una precursora, otra niña iniciática, Anabel. Sin cuya existencia. Sin haberla amado. Un verano junto al mar. Lolita no hubiera podido existir para él. Se enamoró de ella cuando ambos eran casi niños. Y Anabel murió de tifus en Corfú.

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Cuatro meses después. Rememoro una y otra vez esos infelices recuerdos y me pregunto si fue entonces en el resplandor de aquel verano remoto, cuando empezó a formarse en mi espíritu la grieta que los dió hasta hacer que mi vida perdiera la armonía y la felicidad. O mi desmedido deseo por aquella niña no fue más que la primera muestra de una singularidad innata, dice el propio Nabokov.

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Hay gentes sencillas que declararán sin sentido a Lolita porque no les enseña nada. No soy lector ni autor de novelas didácticas y Lolita carece de pretensiones moralizantes. Para mí, una obra de ficción sólo existe en la medida en que me proporciona lo que llamaré lisa y llanamente placer estético. Es decir, la sensación de que salgo en algún lugar relacionado con otros estados de ánimo en que el arte curiosidad, ternura, bondad, éxtasis es la norma. Todos los demás es hojarasca temática o lo que algunos llaman la literatura de ideas, que a menudo no es más que hojarasca temática solidificada en inmensos bloques de yeso cuidadosamente transmitidos de época en época.

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Hasta que al fin aparece alguien con un martillo y le hace una buena raja a Balzac, a Gorki, Hamán.

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Ahora creo, llegado el momento de introducir la siguiente idea hay muchachas entre los 9 y los 14 años de edad que revelan su verdadera naturaleza, que no es la humana, sino la de las ninfas, es decir, demoníaca. Ciertos fascinados peregrinos, los cuales muy a menudo son mucho mayores que ellas, hasta el punto de doblar, triplicar o incluso cuadruplicar su edad. Propongo designar a esas criaturas escogidas con el nombre Cenia infulas. Son infulas todas las niñas, no, desde luego, Humbert Humbert cree que ciertas características misteriosas dan a la nínfula esa gracia etérea, ese evasivo, cambiante, anonada ante insidioso encanto mediante el cual se distingue de sus contemporáneos.

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Hay que ser artista y loco para reconocer de inmediato al pequeño demonio mortífero entre el común de las niñas. Pero allí está, sin que nadie, ni siquiera ella, sea consciente de su fantástico poder. Y Humbert Humbert, maduro en una civilización que permite a un hombre de veinticinco años cortejar a una muchacha de dieciséis, pero no a una niña de doce.

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No debe asombrar, pues, que mi vida adulta durante el período europeo de mi existencia resultara monstruosamente doble para cualquier observador exterior. Mantenía las relaciones llamadas normales con cierto número de mujeres terrenales provistas de pechos que parecían peras o calabazas, pero en secreto me consumía en un horno infernal de reconcentrada lujuria por cada nínfula que encontraba. Pero a la cual no me atrevía a acercarme. Pues era un pusilánime respetuoso de la ley. Jammer termina casándose después de heredar un dinero de su padre con una mujer polaca y silenciosa Valeria.

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Pero en el verano de 1939 su tío americano muere y le lega una renta anual de unos pocos miles de dólares, a condición de que se vaya a vivir a los Estados Unidos. Cuando se lo propone a su mujer, ella le confiesa que no es el único hombre en su vida. Así que después de un rápido divorcio, se va a Estados Unidos, donde trabaja redactando anuncios de perfumes. Colabora con una universidad de Nueva York, con una historia comparada de la literatura francesa y trata de obtener un vislumbre de infulas jugando en Central Park.

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Pero un tremendo agotamiento nervioso le envía a un sanatorio. Tras el ingreso, se enrola en una expedición al Canadá Ártico, tras la cual tiene otro ataque de locura. Cuando le dan el alta, busca una mansión en la campiña, una aldea donde pasar un verano estudioso. Uno de sus antiguos empleados le sugiere que pase unos meses en la residencia de unos primos suyos que quieren alquilar el piso superior de su casa. Pero cuando Humbert Humbert llega, se encuentra que la casa se ha quemado y ellos le proponen alojarse en casa de la señora Geis, que se ha ofrecido para ello.

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La señora Joyce le recibe con sandalias, pantalones marrones, blusa de seda amarilla y cara cuadrada. Tiene treinta y tantos años. Le brilla la frente y lleva las cejas depiladas. Sus rasgos son vulgares, pero no carecen de cierto atractivo, de un tipo que puede definirse como una versión diluida de Marlene Dietrich. Sus enormes ojos color verde mar tienen una curiosa manera de recorrerte de arriba abajo, pero evitando cuidadosamente encontrarse con los tuyos. Es una de esas mujeres cuyas pulidas palabras pueden reflejar un club del libro o un club de bridge.

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Pero nunca su alma. Mujeres carentes por completo de imaginación. Humbert Humbert no puede ser feliz en una casa como aquella. Su habitación es un cuarto de sirvienta, pero su cortesía europea le impide salir corriendo. Y la señora Geis le enseña el resto de la casa, su habitación y la de. Un único cuarto de baño minúsculo. Y al fin le muestra el jardín. Aún siguiera a la señora Geis por el comedor, cuando más allá de su puerta trasera vi un estallido de verdor, el porche trasero canturreó mi guía.

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Y entonces, sin previo aviso, una oleada azul se hinchó bajo mi corazón y vi sobre una esterilla, en un estanque de sol semidesnuda, de rodillas a mi amor de la ribera que se volvió para espiarme por encima de sus gafas de sol. Es la misma niña, los mismos hombres frágiles y color de miel, la misma espalda esbelta, desnuda, sedosa, el mismo pelo castaño, un pañuelo de topos anudado en torno a su pecho, ocultaba a la mirada de mis viejos ojos lascivos, pero no de los recuerdos de mi adolescencia, aquellos senos juveniles que acaricié un día inmortal.

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Y Humbert Humbert se queda en la casa, claro, no hace más que buscar a Lolita. La observa desde su habitación, se sienta con ella en la escalera mientras la niña tira guijarros y cada movimiento que hace Lolita punza.

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La cuerda más secreta y sensible de su cuerpo abyecto. La huele la de marcharse con sus amigas a las que va conociendo. Se ve turbado por su lenguaje infantil y todo ello lo va escribiendo en un diario.